Por
Félix Luis Viera
La
sexóloga cubana Mariela Castro, hija del actual mandatario
Raúl Castro y directora del Centro Nacional de Educación
Sexual (Cenesex) ha dado a conocer en estos días su disposición
para investigar sobre las particularidades de las UMAP (Unidades
Militares de Ayuda a la Producción), establecidas en
la década de 1960, justamente entre los años 1965-1968,
por el régimen existente en Cuba. Castro propone investigar
“el tema, partiendo de los testimonios que tiene y de otros
que ya le anuncian personas interesadas en narrar sus vivencias”.
Y aclara la sexóloga que “hay que aprender de la historia
con honestidad y transparencia, y asumir responsabilidades”.
Debemos
colaborar.
A
las seis de la tarde del sábado 18 de junio de 1966 un
nutrido grupo de hombres se presentó en la llamada Carretera
de Sagua —en el norte de la ciudad de Santa Clara—, en un edificio
conocido como la OIR (se supone que por el nombre de la estación
de radio que allí había existido), una dependencia
del Comité Militar Municipal. Ellos llevaban una citación
oficial en la cual se aclaraba que, en caso de no presentarse
en el lugar ordenado, a la hora y día señalados,
serían encarcelados. Nadie les había dicho para
dónde irían, aunque podrían imaginarlo
atendiendo a sus “personalidades” si las vinculaban con esa
cosa tenebrosa que existía en la provincia de Camagüey,
de la cual tantos hablaban
pero nadie, a ciencia cierta, sabía con exactitud de
qué se trataba, solo que les llamaban “las UMAP”.
Para
entrar en el edificio mencionado, los hombres debían
mostrar la citación y así franquear los fusiles
de los soldados vestidos de verde militar.
Afuera
quedaban los familiares que los habían acompañado;
pero sobre todo las madres, que tampoco sabían —y nadie
les respondió esta pregunta— para dónde se llevaban
a sus hijos.
Será
por esto que lloraban, clamaban, gritaban en las afueras del
lugar. Una de ellas gritó: “!¿Habrá alguien
que no sea Dios con poder suficiente para arrancarle a una madre
su hijo sin decirle para dónde lo mandan?!”.
Entre
los citados, que eran de diferentes zonas de la entonces provincia
de Las Villas, se hallaban religiosos de diversos credos—campesinos
incluidos—, estudiantes de bajas notas, obreros, borrachines
nocturnos y de fin de semana, y homosexuales. Claro, algunos
contaban con más de uno de estos atributos. Y las edades
iban desde los 16 a los 40 años y un poco más,
a simple vista. Allí se hallaban, entre otros, Luis Becerra,
de 16 años de edad, estudiante nocturno y domiciliado
en Santa Clara; Jorge Blondín Iparraguirre, de 26 años
de edad, trabajador agrícola en el central Washington,
donde vivía, y de religión protestante; Julio
Rivero, oficinista y residente en Santa Clara.
También
se encontraban Rigoberto González, homosexual y mecánico
automotor, dueño de un pequeño taller de este
giro ubicado en Carretera Central y Marta Abreu, y quien, quizás
para no dejarse dominar por el pánico, jaraneó:
“Sí ya yo estoy de asilo, ¿pa’dónde me
llevan?”. Rigoberto tendría entonces unos 40 años
de edad, la misma que debía tener el Maestro (solo escribo
el apodo porque él nunca fue homosexual confeso, aunque
ya convicto lo era en ese momento). De los alrededores del municipio
de Placetas era Colavito —su apellido—, mulato, homosexual evidente,
y quizás uno de los seres más propensos a las
lágrimas de frente al terror, a sus 37 años de
edad.
Cepillo, también homosexual, residente en Santa Clara
y trabajador de una cafetería en esa ciudad (no digo
su nombre ni su otro sobrenombre porque posiblemente, como otros
de aquéllos, ya haya
muerto: tendría entonces algo más de 40 años
de edad). Del municipio de Encrucijada eran los negros Pinchaejubo,
trabajador del campo, especialista en subir cocoteros; Bambán,
también trabajador agrícola —ambos de 25 años
aproximadamente—; de la raza blanca, Pedro Bernia, campesino
y evangelista de unos 20 años de edad; Manuel Valle,
de la logia Orfelos y de unos 20 años.
De
Cabaiguán Eurípides Ferrer, de acaso 23 años
de edad y estudiante; de Cienfuegos, Víctor Soriano,
de 27 años, obrero fabril y aquejado de una enfermedad
pulmonar; de Ranchuelo, Guillermo Jiménez, de 30 años
de edad, llamado el Guille la Rumba y sin trabajo oficial reconocido;
de los campos aledaños a Sancti Spíritus el Fiji,
de gestos amanerados, de unos 17 años de edad, estudiante
y católico.
Son
solo ejemplos típicos. La lista, como se supone, sería
muy larga.
Los
convidados aguardaban sentados, algunos tirados, en el piso
del salón, que se hallaba apiñado, respiración
contra respiración. La mayoría de los soldados
y oficiales que entraban y salían los miraban con desprecio,
con un desprecio que querían demostrarles de manera enfática.
Un
subteniente, haciendo un gesto abarcador con un brazo, dijo
en alta voz antes de entrar en una oficina: “Banda de
maricones”.
Sobre
las 10 de la noche llegaron unos camiones que ocuparon el patio,
que rodeaba al edificio por los cuatro lados. Los militares
dieron la orden de subir. Cuando los camiones salían
por la misma puerta por la que habían entrado los convocados,
algunos familiares decían adiós al azar —y gritaban
nombres el azar, y maldecían al azar—: las luces del
exterior habían sido apagadas.
El
trayecto hacia los arrabales oeste de la ciudad duraría
unos 40 minutos. En el extremo de cada camión, sujetos
a una cuerda de baranda a baranda, iban soldados con armas cortas.
Varios jeeps militares escoltaban a los camiones; avanzaban,
se detenían, retrocedían, según el caso.
Llegaron
hasta una explanada rodeada de maniguas. La única luz
era la de los faros de los camiones. Junto a un barracón
de mampostería, vasto, estaban otros soldados; estos
eran, sin duda,
soldados en campaña, los anteriores parecían “soldados
de ciudad”. Estos les “entregaron” los hombres a los que habían
estado esperando, quienes, a gritos de donde se podía
entresacar la palabra “lacras”, sobre todo, hicieron bajar a
los hombres y los conminaron, a bayoneta calada, para que entraran
en el barracón.
El
piso del barracón era de cemento, polvoso y cubierto
de cagarrutas de chivo. El techo estaba en lo alto; la luz era
escasa, proveniente de unos bombillos incandescentes que se
hallaban muy arriba.
También
las ventanas estaban a una altura desproporcionada, y entreabiertas.
El calor era muy intenso. Los soldados ordenaron a los hombres
que se acostaran en el piso, con las cabezas pegadas a la pared,
los pies hacia el centro del barracón; pero una buena
parte tuvo que hacerlo en medio del área: el espacio
no alcanzaba. Luego de pedir y recoger las cuchillas de afeitar
que trajera cada uno, lo soldados dieron la orden de que los
hombres dormirían con sus equipajes como almohadas, estrictamente;
es decir, durante la noche no podían sacarse el equipaje
de debajo de sus cabezas.
A
medianoche apagaron las luces.
No
todos pudieron dormir. Hasta el amanecer se escucharon ayes,
ruegos a la madres, sollozos, súplicas por el hambre.
Y las botas de los soldados sonando en uno y otro sitio.
“¡La
bayoneta no! ¡La bayoneta no!”, gritó en la madrugada
alguno de los reclutados, con ese tono de pavor propio de quien
despierta de una pesadilla.
Los
gritos de “¡De pie!” se escucharon antes del amanecer.
Algunos de los hombres, también gritando, dijeron que
no sabían qué significaba “De pie”.
Los
soldados llevaban lámparas de mano y recorrían
el barracón instando a levantarse. Algunos de ellos pateando
con fuerza el piso mientras repetían “antes del amanecer,
antes del amanecer”.
El
barracón estaba rodeado de jeeps y tres o cuatro camiones
del Ejército. Los faros de estos ofrecían la única
luz. Serían en total 80 o 90 hombres. En la penumbra,
los soldados repartieron un pedazo de pan con algo que debía
ser mantequilla. Algunos de los citados exclamaban “agua”.
Un
soldado, sobre todo ése, cuando escuchaba esta expresión
respondía en alta voz: “¡En el ejército
no hay sindicato!”.
Debieron
subir a los camiones en medio de la oscuridad. De nuevo, en
los extremos de la plancha iban soldados con fusiles. El silencio,
el silencio de los hombres, se podía tocar, si descontamos
algunos quejidos, rezos, suspiros. Se escuchaban realmente los
ruidos de los motores, de algún ave nocturna, de las
ramas pegando contra los laterales de los camiones: el camino
era de tierra y estrecho, lo decían los baches.
Antes
de la parada final, los camiones se detuvieron. Reanudaron la
marcha cuando el sol ya apuntaba. Finalmente, fueron a dar a
una explanada rectangular cruzada por las líneas del
ferrocarril. Allí estaban otros militares, que “recibieron”
a los encartados de mano de los anteriores. Arrimaron a los
hombres
hacia un lado, los amontonaron más bien custodiados por
un grupo de guardianes con fusiles en posición de Apunten.
Se
sintió a lo lejos el ruido de una locomotora, que al
fin, cuando pasó, resultó ser de color negro,
antigua, de vapor, y que arrastraba una ristra de vagones de
carga, cerrados. El convoy se detuvo y dos soldados, que tenían
aires de jefe, fueron hasta uno de ellos y regresaron con otros
militares que cargaban unas calderas grandes que, luego se sabría,
contenían leche. Una leche acuosa, tibia. No todos los
citados traían vasos y esto demoró el trámite:
unos debieron esperar a que terminaran de beber los otros, los
que sí traían vasos.
Ya
en la claridad, fue posible ver que el promedio de los citados
se hallaba magullado, con las ropas renegridas de churre y cagarrutas
de chivo, y el miedo en toda la cara. Unos, extrañamente,
habían acudido a la citación vestidos de blanco.
Los
soldados ordenaron hacer una fila paralela a los últimos
vagones, y cuando la avanzada de los reclutados llegó
justo a la entrada del primero de estos últimos, que
tenía la puerta abierta, mandaron a subir. Uno de los
hombres, gordo más bien, de pelo y piel rojizos, quizás
de 25 años de edad y que cuando estaban repartiendo la
leche se había hecho llamar María Elena, dijo
entonces: “Yo no puedo subir”, mientras mostraba sus manos ocupadas
con sendos maletines y, agarrada contra una axila, una bolsa
de tela.
Se
apartó de la fila. Un soldado se le acercó moviendo
la cabeza de un lado a otro. Lo conminó rozándole
el pecho con la culata del fusil. Pero el de pelo rojizo negó
con la cabeza y, con varios gestos de cara, volvió a
llamar la atención sobre su equipaje. El soldado silbó
llamando a uno de sus pares que se encontraba lejano de la fila.
Éste se acercó y a una orden tomó los dos
maletines del pelirrojo y los impulsó hacia dentro del
vagón. Y abrió la bolsa de tela. Era un osito
de peluche, muy gastado, raído, rosado un día.
A una orden, el soldado que se había acercado lanzó
el osito lejos, contra la yerba.
Los
laterales de las líneas estaban rellenos de piedras filosas,
sobresalientes. Para los hombres de más edad, para los
más pesados, para los menos preparados físicamente
en fin, no resultaba sencillo subir, desde las estelas de piedras
que atemorizaban a la vez que dificultaban el equilibrio, de
un solo movimiento al piso de los vagones, como querían
los soldados. Uno, que luego diría se llamaba Agustín
San Román, muy alto, delgado, mulato, de unos 30 años
de edad, trastabilló y fue de rodillas contra las pierdas.
Se quejó en silencio. Cojeando, recogió sus pertenencias
y las deslizó hacia dentro del vagón. Dos de los
que ya estaban dentro lo ayudaron, tuvieron que arrastrarlo
hacia sí.
Cuando
ya todos habían subido, aparecieron por un camino enyerbado,
enfrente, otros camiones de donde los escoltas hicieron bajar
a grupos semejantes. Pasaron por el mismo proceso, leche incluida
desde las calderas.
Cuando
ya los últimos en llegar habían subido, las puertas
de los vagones, sin embargo, continuaron abiertas. Y unos minutos
después se escuchó el ruido propio de otras que
se abrían; eran las de los vagones delanteros. Voces
que llegaban desde allá. Gritos de los soldados que hacia
allá, lejos, acarreaban otras calderas de leche.
En
un rincón del vagón que ocupaba, María
Elena se mesaba su diezmada cabellera rojiza, sentado sobre
sus dos maletines. Tenía la vista perdida en el piso,
repleto con los cuerpos de sus compañeros de viaje.
Si
se miraba hacia los cuatro puntos cardinales no se veía
a nadie que no fueran los soldados y los citados.
Se
escucharon gritos que avisaban que ya iban a cerrar las puertas.
“El tiempo apremia”, gritaba uno de los que venían dando
la orden a los que se hallaban apostados en las puertas.
Era
la media mañana del domingo 19 de julio de 1966.
En
el vagón que le había tocado, uno de los hombres,
de unos 20 años de edad y cuya cabellera debió
de ser frondosa —negra era— antes de pelarse al rapado, como
exigía la citación que lo había llevado
hacia donde estaba ahora, gritó casi:
“Los
golpes se pueden cobrar, pero no hay vida que alcance para cobrar
la humillación”.
Antes
de cerrar las puertas, soldados en pequeños grupos corrieron
hacia atrás y hacia delante —se cruzaban unos y otros—
a unos cuatro
metros de distancia de los vagones, anunciándolo; y llegaron
otros para advertir a los reclutados que tenían que “guardar
disciplina” y que ellos, los soldados, estarían al tanto
desde sus sitios en otros vagones.
Varios
de los hombres aconsejaban en alta voz que sería necesario
cerrar los ojos y, al abrirlos, ya la oscuridad sería
menos.
Pero
nunca fue ostensiblemente menos mientras los vagones estuvieron
cerrados. Y no lo estuvieron solo cuando, al acercarse a algún
pueblo, eran abiertos; desde fuera, por los soldados, se entiende.
La oscuridad era compacta y resultaba un agobio extra oír,
perennemente, los quejidos en alta voz, a gritos, como si quienes
los prodigaban intentaran ser escuchados, de todas todas, por
encima del ruido del tren en movimiento. Solo entraban algunos
hilos de luz por los laterales, arriba. Seguramente, ciertos
vagones estaban destinados a transportar algo que contuviera
químicos: no pocos de los hombres estornudaban sin parar,
mientras otros se quejaban de que los estaban escupiendo.
Todos
serían un amasijo de sudor; el calor, lógicamente,
era mucho más que en el exterior. Y eran un amasijo de
conjunto: iban pegados unos contra otros, como pudieran, más
la impedimenta de los equipajes. En sendos extremos había
un perol con agua de tomar. Pero llegar hasta allí, para
los que viajaban en medio —los más—, resultaba el azar;
tenían que andar a tientas, apoyarse en los cuerpos de
los demás; caían, discutían, se golpeaban
al bulto. Y finalmente, en muchos casos, se escuchaba el pesar:
no traían con qué tomar; y era el azar mayor pedir
prestado un vaso en la oscuridad. Hasta el final se escucharía,
entre maldiciones, la queja de que algunos estaban valiéndose
de las manos para tomar el agua.
El
tren hizo la primera para quizás dos horas después,
en las afueras de una población: a los lejos se veían
las cimas de las casas más altas. (Posteriormente, las
paradas serían semejantes, siempre cerca de los sitios
poblados, nunca justamente en ellos.) Abrieron las puertas y
llegaron soldados repartiendo una lata de sardinas per cápita,
exigieron que cada uno tomara su lata y se fuera hacia el extremo
del vagón que indicaban, para que no hicieran trampas,
“no vayan a coger de más”, aclaraban. Junto a cada puerta
estaban soldados con fusiles en ristre.
No
había permiso para bajar, contestaban. ¿Y para
orinar?, preguntaron varios. ¿Si no había permiso
para bajar, cómo lo habría para orinar “aquí
afuera”?, respondió uno, sobre todo ese uno. Lo real
era que nadie podría saber cuántos hombres ya
se habían orinado en el vagón; ni que varios,
además de los churres todos del camino, tenían
orine en sus ropas y piel. Será difícil para los
reclutas olvidar los portazos de las puertas corredizas, los
cuales iniciaban los largos tramos de ceguera impuesta, promiscuidad,
golpes involuntarios entre sí y contra las paredes de
tablas.
Pocos
de los reclutados tenían abridores y así las latas
de sardina eran estalladas contra las maderas o cualquier trozo
de piso disponible; a tientas. Ni tenían cubiertos y
las sardinas eran tomadas con los dedos, succionadas con las
bocas, que luego expulsaban las pieles, aceites y huesecillos
en la penumbra. Dentro del calor, que parecía desleír
los cuerpos, los malos olores fueron aumentando en la medida
en que el viaje continuaba; hedores a sardina, excremento, orina,
sudores, sangre.
Para
sobreponerse al ruido del tren en movimiento era necesario gritar
con mucha fuerza y a la vez contar con una voz igual de aguda.
Por lo general las voces formaban un murmullo alto —valga la
paradoja— que llegaría a producir un letargo colectivo.
Sin embargo, aquella se superpuso al ruido ambiente y a las
demás: “¡No resisto más! ¡Quiero ver,
quiero ver!”, gritaba o más
bien chillaba aderezando la frase con palabras malsonantes.
Era la voz de un hombre flaco, encorvado, con su pelo cepillado
castaño claro, de ojos grandes y la piel de la cara muy
pegada a los huesos; estaba sin camisa y las costillas se le
podían contar con la mirada.
Esta
descripción solo fue posible cuando, en una de las paradas
del tren, el hombre continuó con los mismos gritos luego
que los soldados abrieron la puerta del vagón. Y gritando
se lanzó contra los guardias, para caer de bruces contra
la tierra. Y siguió gritando, aullando, chillando “¡quiero
ver!”, a la vez que se quejaba de los dolores, cuando se lo
llevaban.
Cada
vez que las puertas eran abiertas algunos de los reclutados
preguntaban a los guardias hacia dónde iban. La respuesta
era invariable: en el ejército no se pregunta, se obedece
sin hablar. Varios de los hombres, en uno y otro momento, aseguraban
que el tren iría por un pueblo o por otro, decían
saberlo por el oído o contando las paradas, discutían;
luego, cuando el tren se detenía, abrían las puertas
y era posible mirar a lo lejos, los apostantes, todos, perdían:
siempre estaban más cerca del sitio de partida, que lo
calculado.
En
uno de los últimos tramos, unos y otros comenzaron a
quejarse de picazón en todo el cuerpo. En una parada
pudo verse que varios, aun los negros, tenían ramazones
en la cara, torso, brazos. Eso se arregla luego, contestaron
los soldados a quienes preguntaron qué hacer. No todos
preguntaban. Varios con las ronchas, otros sin ellas, se quedaban
tirados en el piso aprovechando el espacio sobrante cuando sus
vecinos de viaje se ponían de pie. Un grupo de los que
se habían quitado las camisas las habían dejado
en el piso. Otros caminaban sobre ellas. Algunas estaban encharcadas
de vómitos. En el vagón se podían contar
dos o tres charcos de vómito; su olor complicaba aún
más el hedor ambiente, catalizado por el calor.
En
el vagón donde iba el hombre de unos 20 años de
edad, cuya cabellera debió de ser frondosa —negra era—
antes de pelarse al rapado, como exigía la citación
que lo había llevado hacia donde estaba ahora, uno de
sus compañeros anunció algo inusitado: lanzaría
una moneda envuelta con el texto de un telegrama, por las rendijas
de las tablas. Lo exclamó como quien se ufana de un descubrimiento
sumo.
En
una de las últimas paradas, que sería la última
aún con luz solar, el anunciante tomó una hoja
de la libreta que llevaba, el lápiz, redactó y
envolvió la moneda. En la memoria de quienes lo miraban
debió quedar esta máxima: en semejantes circunstancias,
un hombre puede olvidar el vaso y los cubiertos, pero sería
muy raro que olvidara con qué comunicarse. En cuanto
el tren retomó la marcha, el hombre, afinando la vista,
dijo, pulsando el pulgar con toda su fuerza por uno de los intersticios,
logró que el envoltorio cayera hacia fuera. Tiempo después,
el remitente proclamaría que su telegrama había
llegado a los destinatarios.
Era
el anochecer —no se veían resquicios de luz por ninguna
parte— cuando el tren hizo la parada más larga, la última
antes de llegar a la ciudad de Camagüey, que allí
se veía. Era Camagüey, sin duda, se distinguían
las luces de una ciudad grande, o al menos más grande
que las cruzadas hasta entonces. Pareció que se hallaban
más soldados custodiando las puertas que en las paradas
anteriores; tenían los fusiles terciados al pecho y metían
la vista todo lo posible hacia el interior del vagón.
Repartieron comida, una cajita con arroz y frijoles colorados.
Ordenaron acercarse a la puerta, tomar la cajita y retirarse
a un extremo del vagón, “para que no cojan de más”.
La
oscuridad era casi igual que cuando el tren iba en marcha, de
día. Unos hombres despertaban o animaban a otros que
no se levantaban. Uno, que tenía su camisa de floripones
amarrada a la cintura, delgado, encorvado, rubio, arrastró
casi hasta la puerta a aquel que en la mañana se había
hecho llamar María Elena. “A mí, muéranme
de una vez”, le dijo con voz soñolienta María
Elena al soldado que le entregaba la cajita; y el de la camisa
de floripones lo agarró y lo llevó hasta su rincón.
Entonces se escucharon gritos y varios disparos —de armas cortas
justamente—. “¡Se va ese negro tetón!”, decían
los gritos. Y se vieron a unos soldados, que corrían
viniendo desde la derecha, enrumbar hacia enfrente, donde la
oscuridad era más cerrada y tal vez habría
un bosquecillo. ¿Quién sería el “negro
tetón”?, ¿quién era?, preguntaron varios.
Y al unísono corrieron muchas voces que ordenaban a gritos
cerrar los vagones.
La
espera se hizo muy larga. Más de dos horas. Los reclutados
apenas hablaban. Se escuchaban tanto lamentos como maldiciones,
en voz baja. Y oraciones susurradas. Citas bíblicas,
extensas. Lo peor de todo era el mal olor. Ya, cuando el tren
arrancó, el silencio dentro del vagón era casi
rotundo. Al dar el tren el primer envión, uno gritó,
con ese acento de pánico con que se despierta de una
pesadilla: “¡Soy católico!”. Serían las
10 de la noche. El movimiento fue lento. Se sintió el
retroceso, el avance, el retroceso y el avance de nuevo. Fue
posible escuchar en algún momento, llegados desde afuera,
voces, cláxones, llamadas; en fin, a pocos metros del
convoy otras personas iban o venían de paseo, del trabajo,
de sus casas.
Habrían
transcurrido unos 10 minutos cuando el tren tomó una
velocidad que casi hacía flotar los cuerpos de los envagonados.
Este tramo pareció inmenso, quizás por la velocidad
del tren, tal vez porque se acercaba el término del viaje.
Finalmente, se sintieron las ruedas chirriar; la velocidad mermó
mientras se escuchaba, de manera exorbitante, el silbato de
la locomotora. Paró en firme. En el exterior correteos,
gritos. Se abrió la puerta mediante un tirón rapidísimo.
“¡Son las 10 y 45, acabo de verlo!”, gritó uno
de los reclutados que debía ser de los que traían
relojes, más bien con la entonación de quien protesta.
Cuando
los ojos se adaptaron a la oscuridad, fue posible ver una formación
de soldados a lo largo de la línea y entre la maleza,
tenían la bayoneta calada y los fusiles en posición
de listo. De inmediato, allá, a la izquierda, se prendieron
muchos faros alineados; eran, luego se sabría, de camiones
que hacían un ángulo con la locomotora. El tren
comenzó a moverse y, en la medida en que lo hacía
y vaciaba, se movían asimismo los soldados que resguardaban
cada vagón. Cuando el vagón en que se hallaba
el hombre de 20 años cuya cabellera negra, si dudas otrora
abundante, se acercaba a la carretera donde esperaban los camiones,
él dijo “Tengo miedo, si al menos fuera de día,
si hubiera luz”. Cuando el vagón donde iba este hombre
llegó a la carretera, los soldados que se mantenían
cercándolo ordenaron, con gritos expresamente intimidantes,
que se bajaran rápidamente, mientras apuntaban a medias
con sus fusiles, y los alineados en la carretera atronaban “¡corran!,
¡suban!”.
Los músculos estaban entumecidos, el asfalto bacheado,
la distancia desde el piso del vagón hasta el suelo era
considerable; pero los soldados conminaban a lanzarse ya, rápido,
sin pausa. Uno de los reclutados, al caer dobló las rodillas,
se fue hacia atrás, se golpeó la cabeza quizás
con el raíl, y en su afán de incorporarse se fue
de rodillas, volteó y cayó de espaldas. “Vamos,
de pie, corre, arriba, vamos”, le ordenó un soldado.
Pero el caído, al intentar obedecer, sólo alcanzó
un movimiento sin control del torso y se le vio en la noche
una baba por un extremo de la boca y los ojos como si quisieran
regarse en toda la cara, “no puedo”, balbuceó, “no me
siento las piernas”.
El
reclutado de unos 20 años de edad retrocedió y
trató de ayudar al caído, que se agarró
con toda fuerza a
su pierna derecha clavándole las uñas “no me dejes,
siento que me partí la columna vertebral, no me dejes”.
Pero el soldado se acercó al que intentaba ayudar, lo
pinchó con la bayoneta y le gritó:
“¡Tú corre a tu camión, comemierda!”.
Estos
camiones eran más antiguos, tenían el motor —que
parecía quejarse más bien— en la “nariz”, la cual
se tomaba un tramo considerable más allá de la
cabina del conductor. La marcha era lenta, de manera que no
era posible que el ambiente se refrescara ni aun en medio de
la noche; ni que, en cuantía suficiente, se disiparan
los malos olores con que cargaban los hombres. Además
de los soldados que custodiaban en los camiones, iban otros
en jeeps que corrían y retrocedían por los laterales.
Ya habría pasado la medianoche cuando el convoy hizo
un giro a la derecha y se abrió un pequeño, intrincado
pueblo camagüeyano.
Entraron
los camiones por una puerta lateral de un estadio de béisbol,
y abarcaron en círculo las orillas del terreno. Se encendieron
más luces que las prendidas hasta entonces y se escucharon
órdenes de bajar “a toda velocidad”. Unos ayudaban a
bajar a otros. Se oían sobre todo las palabras “sed”,
“hambre”, “mamá”, “madre”, “dios”. Los guardias encaminaron
al grupo hacia el centro. A algunos a rastras. Se llenó
por completo el terreno de béisbol. Una buena parte de
los reclutados se echó en la yerba, en la arena, y así
estuvieron hasta que los soldados fueron de grupo en grupo conminándolos
a ponerse en pie, avisando: “¡El jefe va a hablar!”.
Desde
un podio, tosco, en lo alto, detrás del home, habló
el que se presentó como comandante político de
las Unidades Militares de Ayuda a la Producción; estaba
rodeado de seis u ocho militares con aires y charreteras de
oficiales, uno de estos había presentado al comandante
político. Éste, mediante un
altoparlante que trasmitía tanto ruido como voz, aclaró
que era falso lo que personas enemigas de la revolución
decían sobre las Umap, eran patrañas de los enemigos
“de afuera y adentro”, las Umap no eran otra cosa que la inversión
de fuerza de trabajo en la necesitada provincia de Camagüey.
No
todos los hombres podían ingresar en las fuerzas regulares
del Servicio Militar Obligatorio, no todos los hombres nacían
aptos para las armas militares, también con el machete
y la guataca se podía defender la patria, mientras quienes
así lo hacían comprendían mejor que nunca
cuánto tesón y coraje se necesitaba para que la
tierra diera los frutos que una nueva sociedad necesitaba. Mientras
el jefe político hablaba, varios hombres caían
y eran levantados a punta de bayoneta por los soldados, pero
volvían a caer, y volvían a levantarlos.
Cuando
el comandante político terminó, solo pocos de
los reclutados aplaudieron. Pero tal pareció que eran
muchos los aplausos: atronó el de los oficiales que estaban
junto al comandante, cerca del amplificador, y el de los soldados
que se hallaban en el terreno. Cuando cesaron los aplausos,
uno de los encartados, que gritó llamarse “Belisario”
y a quien, dijo, “había que tocársela”, comenzó
a caminar de espaldas, repitiendo las mismas frases. Estaba
cerca del hombre de unos veinte años cuya cabellera,
ahora rapada, sin duda sería negrísima. Éste
no vio desafío en la expresión de Belisario, pareciera
que esas frases se las decía a sí mismo o a alguien
que no estaba allí. Siguió caminando de espaldas,
diciendo lo mismo, hasta que topó con la malla de un
lateral. Los soldados se dieron voces de un sitio a otro y los
reclutados fueron puestos de pie, los que no lo estaban, y cercados
a presión por los guardias. Belisario, abacorado por
dos o tres guardias y ya en un extremo de la maya adonde no
llegaba la luz, gritó quizá par de veces lo mismo,
antes de que se escucharan golpes, quejidos. Cuando lo llevaban
a rastras hacia fuera del estadio, pudo verse que vestía
un pantalón de caqui, la camisa de lienzo tal vez color
crema.
Al
salir del estadio recibieron un bocadito de pasta indescifrable
y “agua para toda la tropa”, a uno por uno antes de subir a
los camiones, de manos de soldados que no llevaban fusiles ni
pistolas, como “soldados camareros”. Se fragmentó por
segunda vez la caravana —la primera había sido cuando
llenaron los camiones desde el tren— y agarró distintas
direcciones del pueblito.
El
camión en que iba aquel hombre de unos 20 años
tomó hacia el fondo y enrumbó por un terraplén.
Entonces se sentía más recia la noche porque era
campo abierto. Cuando el motor desaceleraba era posible escuchar
los grillos y en algún momento el pitido de una lechuza,
puesto que los hombres llevaban el silencio del agotamiento
y del miedo. Se mantenían esos murmullos que debían
ser rezos. Iba la caravana lenta debido a lo maltrecho del camino.
Era
madrugada cerrada y la luna se asomaba apenas y de rato en rato,
y el calor y el sudor empapaba sobre lo empapado. Se notaba
que los reclutados miraban a un lado y a otro como si quisieran
adivinar en dónde se hallaban o quizás buscando
una señal que les indicara que estaban llegando a alguna
parte. El camino por tramos se estrechaba entre zarzales y entonces
el asunto parecía más fúnebre aún.
Nadie iba sentado porque los baches tiraban hacia acá
y hacia allá y los que no estaban a mano de la baranda
se agarraban unos a otros. Había arribado la solidaridad:
nadie se fijaba si se le agarraba un homosexual, ni ningún
homosexual se agarraba a otro que no lo fuera como a la carne.
Los
camiones de adelante fueron aminorando la marcha. Unos tres
minutos después el farol derecho del camión donde
iba aquel hombre cruzó un cartel escrito en una tabla
irregular, sin color añadido y como mordisqueada en los
bordes, que avisaba con trazos gruesos de algún betún
negro: “sona melital”. Era maleza baja lo que se veía
alrededor, al parecer desmochada recientemente.
Los
camiones entraron iluminando a dos soldados con el fusil al
pecho junto a una garita y dieron vuelta en redondo y se vieron
las cercas de alambres de púas, muy altas, con un tiro
aéreo como de dos pies hacia dentro en la cúspide.
Los alambres de púas estaban pegados y cruzados entre
sí a manera de cuadrículas mínimas por
donde no cabría ni una mano. Mandaron bajar pero los
camiones no apagaron los faros. “¡Formen!”, fueron gritando
los soldados que habían escoltado hasta allí,
a la par que iban organizando a los hombres, que al fin hicieron
unas filas que daban pena, o risa. Los camiones seguían
dando la única luz con sus faros. Aquel reclutado de
unos veinte años de edad pudo ver que quienes estaban
cerca de él tenían el pánico en el rosto,
miraban a las alambradas de parpadeo en parpadeo. Uno de los
que el hombre observaba en ese momento, de piel rosada, delgado,
nariz ganchuda, unos 18 años de edad, súbitamente
comenzó a cantar en alta voz “En la montaña de
Imitos/ el corazón yo te entregué”. Varios soldados
llegaron corriendo hasta el grupo, “¿quién cantó?”,
preguntaban. El cantador dijo “yo” mientras bajaba la cabeza
y sollozaba. Lo reprendieron enfatizándole que “los hombres
no lloran”.
Los
soldados que venían en los camiones se fueron en estos.
Los que esperaban en el sitio dieron tres o cuatro discursos
presentándose como jefes y segundos jefes y terceros
y jefes de “pelotón” y de “política”. La iluminación
llegaba de unos mechones de queroseno que habían puesto
en un sitio y otro unos soldados que dijeron ser “la guarnición”.
Los jefes anunciaron que esa primera noche habría que
dormir en el piso. Era de cemento recién fraguado, que
aún no había sido barrido. De nuevo el equipaje
sería la almohada.
Al
amanecer la mayoría de los hombres contemplaban las cercas,
y lo comentaban entre sí; el asombro por instantes se
superponía a la expresión de temor, o se mezclaban
ambas. Los formaron mediante órdenes que obviaban la
inexperiencia para el caso de los reclutados: las filas hacia
los excusados más bien serpenteaban. Solo podrían
hacer las necesidades, no había agua, “mañana
sí, la traerán de la granja”, anunciaron los jefes.
En el comedor les sirvieron el aproximado de una taza de leche
evaporada. “El pan lo traen mañana”, dijeron los soldados.
A
seguidas los arrearon para el centro de la explanada, los formaron
de nuevo y les asignaron los números, “que serán
sus nombres en lo adelante”. Los encaminaron hasta una garita
donde, después de decir sus tallas, recibieron dos pantalones
azul añil de mezclilla; dos camisas azul claro de mezclilla;
tres calzoncillos verde oscuros de popelín satinado de
patas largas sin bragueta; una gorra de igual color y tela que
la camisa; un sombrero de guano; tres pares de medias verde
oscuras de algodón; dos monogramas de forma triangular
con fondo blanco y letras rojizas que decían SoldadoUmap
y que los reclutados debían coser de alguna manera al
brazo izquierdo de la camisa; un pantalón verde militar
con grandes bolsillos exteriores en los muslos que solo podría
ser usado al salir de permiso, en las visitas de familiares
y en alguna salida eventual autorizada; tres pañuelos
blancos de algodón; tres toallas blancas y pequeñas
de tela, más que afelpada, semicorrugada; un par de botas
amarillas de caña baja; una colcha blanco crema, delgada.
Sin excepción, al dirigirse al sitio que les indicaron,
con la carga de la ropa a cuestas, los hombres —que parecían
una procesión de mendigos con sus ropas de civil sucia,
percudida, manchada de tantas cosas, y ellos mismos sucios,
ajados, tambaleantes— serían lo más parecido a
la derrota.
Era
el domingo 20 de junio de 1966. Los reclutados estarían
siete días terminando los detalles que le faltaban al
campamento; poniendo las armazones donde irían las hamacas;
limpiando los retretes; eliminando los yerbajos que crecían
en diversos ángulos; y marchando, marchando sin saber
ni remotamente de qué se trataba, y sin que a los jefes
les importara que ellos no supieran. Era penoso ver, bajo el
sol terrible, marchar a los más viejos, a los más
débiles. Llamaba la atención, sobre todo, un hombre
de aproximadamente 6 pies y 5 pulgadas de estatura, desgarbado,
delgado para su altura y de unos 35 años de edad, quien
parecía arrastrarse más bien mientras en el rostro
mantenía la expresión de quien se está
sobreponiendo al dolor; tenía los pies planos, escoliosis,
se sabría con el tiempo, y era un artista de teatro,
Armando.
Desde
el segundo día y por mucho tiempo se mantendría
el desayuno de leche evaporada, acuosa; el almuerzo de solo
chícharos aguados, la comida igual. Los hombres perdían
peso día a día. Uno, Luis Prego, sería
sorprendido por otro, su amigo, comiendo de la esmirriada vasija
de sancocho, tomando las casi impalpables sobras desesperadamente
con sus manos. Aflorarían las peleas por el gran botín
que significaban las cacerolas untadas de raspas, cuando hubo
arroz. Aquel caibarienense, Losada, de unos 20 años de
edad, daría fe, con casi 24 horas de gritos insufribles,
de un dolor en el vientre —“¡Qué dolor tan perro!”—
que haría que sus compañeros, finalmente, lo llevaran
a rastras hasta la puerta de la jefatura para ahí dejarlo
y no volverlo a ver jamás. Aquel placeteño, Luis
Estrada Bello, un hombre de apenas 110 libras más o menos,
cuya fragilidad remitía a la tristeza de solo mirarlo,
se desmayaría constantemente para ser reintegrado a la
formación constantemente.
El
domingo 27 de junio de 1966, en la tarde, reunirían a
los hombres en la explanada para informarles que al día
siguiente comenzaría el trabajo en el campo. En la mañana,
les entregarían los azadones: se trataba de limpiar los
cañaverales de malas yerbas. Entonces, realmente, comenzaría
el infierno.
Quizás
no pocas personas de las que han leído o escuchado las
declaraciones de la señora Mariela Castro, en uno y otro
sitio del mundo, coincidan conmigo en que la sexóloga
cubana se expresa de manera candorosa casi siempre, y que candor
exhalan sus expresiones faciales, sobre todo su sonrisa. ¿Será
ella así en verdad?
Mariela
Castro, en los últimos años, se ha convertido
en una especie de heraldo —¿seráfico?— que llega
hasta nosotros para avisarnos de cuestiones del “pasado revolucionario”
que deberían ser esclarecidas. Sin embargo, cuando aborda
el tema de las UMAP, nos confunde un poco con expresiones que
parecen elementales o demasiado obvias. Viene y dice:
1)
“Hay que aprender de la historia con honestidad y transparencia
y asumir responsabilidades. No hay que tenerle miedo a los errores
cometidos, hay que aprender de ellos”. ¿Y esto para quién
será? ¿Qué se puede aprender, a estas alturas,
de aquellos “errores”? ¿Y las enseñanzas que se
obtuvieran, en caso de que así fuera, dónde, en
el tiempo y el espacio, se aplicarían?
2)
“Explorar en la historia nos da muchas pistas”. Esto es verdad.
Verdad.
3)
“La historia real [sobre las UMAP] todavía no se conoce”.
Ni se va a conocer si ella, al parecer la encargada del asunto,
se basa sólo en “los testimonios que tiene y de otros
que ya le anuncian personas interesadas en narrar sus vivencias”.
Porque yo pienso que las “personas interesadas en narrar sus
vivencias”, a ella precisamente, deben ser personas, en su mayoría,
encariñadas con la élite gobernante. Digo yo.
Y otro detalle: no se puede demorar mucho más la “investigación”
porque de aquellos 22.000 hombres —otros dicen que 43.000; el
padre de Mariela Castro debe saber cuál es la cifra correcta—
ya muchos han muerto.
Un
aspecto que esperamos conozca la psicóloga cubana es
que el suplicio de los confinados en las UMAP no terminó
cuando salieron de aquellos campamentos. Todavía arrastran
el estigma, los que viven, y lo arrastraron toda su vida los
que ya han muerto: esa mancha de ser “ex soldado” UMAP; es decir,
siguen siendo victimarios, no víctimas. Muy pocos han
logrado sobreponerse frente a la discriminación que,
por ese pecado que cargan, han debido enfrentar para ascender
en ciertas facetas de la vida. Pero según Mariela Castro
pedir perdón por las UMAP “sería una gran hipocresía”,
sería “como quitarse la responsabilidad de encima”. Yo
pienso, sin embargo, que cuando ya el mal que hemos hecho resulta
irreparable, sólo solicitar el perdón nos podría
redimir en alguna medida o tal vez del todo.
Si
a lo que mencionábamos antes —esa cruz que llevan aún
la mayoría de los ex UMAP que viven en la Isla— se le
añade esa otra secuela, la psicológica, precisamente,
tendremos que el daño es grave, muy grave. Podríamos
citar a varios de aquellos hombres que después, jamás,
pudieron conciliar el sueño sin el tratamiento clínico
correspondiente. A varios que luego de haber sido liberados
resultaron discriminados en sus centros de trabajo, o por el
Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra,
o abandonados por sus parejas, sus amigos, sus vecinos, porque
esos hombres que habían estado en las UMAP, sin duda,
pensarían quienes los obviaban, eran la “lacra social”,
de acuerdo con lo que pregonaba el régimen, ¿y
qué beneficios podría traerles a los que intimaran
o continuaran intimando con ellos, en medio de una “sociedad
de justa moral socialista”?
De
cualquier manera, es elemental que para quien tenga acceso al
poder, como es el caso de la señora Mariela Castro, no
sería difícil acceder a los expedientes, que ahí
están, guardados aún, sin duda; porque a más
de 20 y de 30 años de distancia a no pocos ex UMAP, en
el momento de optar, digamos, por “un puesto de confianza”,
“les ha salido el expediente”; es decir, les ha salido esa culpa
que deben cargar. Para
la investigación que intenta la psicóloga Castro,
aparte de la que hiciese en el terreno, le serviría de
mucho consultar esos expedientes. Entonces vería que
la mayoría de los confinados eran hombres de bien, con
defectos, con debilidades que aunque no concordasen con la maqueta
del Hombre Nuevo, se ceñían perfectamente a la
idea que tenemos de lo que es un Ser Humano. Quizás la
sexóloga Castro, luego de revisar la documentación,
concluiría que los más inocentes de aquellos encerrados
vestidos de azul eran los homosexuales, puesto que estos, en
su anterior vida de civiles, no habían dejado de trabajar
los sábados porque fuesen adventistas del Séptimo
Día, no habían dejado de saludar a la bandera
porque fueran testigos de Jehová, no habían estimulado
el “diversionismo ideológico” porque auxiliaban al sacerdote
en la iglesia católica de su zona.
Creo
que Mariela Castro, y cualquier ser medianamente pensante, podría
concluir, sin necesidad de análisis alguno, que en las
UMAP no se iba a reeducar nadie, como aseguraban las autoridades.
Resulta elemental que ningún ser humano se reeduca por
medio de la persuasión consistente en el pánico,
el trabajo agotador, el aislamiento. Allí más
bien se sembró el odio contra el verdugo, porque verdugos
fueron quienes dictaminaron que unos hombres eran inferiores
a ellos y, por tanto, merecían el desprecio, la humillación.
Vuelvo
a las líneas iniciales para de nuevo preguntarme: ¿es
su personalidad candorosa la que lleva a la psicóloga
Mariela Castro a afirmar lo evidente, y a negar lo evidente?
¿Será?, ¿será el candor?
Y
por otra parte, si bien ella considera que el régimen
no debe pedir perdón por aquella iniquidad… Nosotros,
hermanos, perdonemos.
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