Por
Federico Rivas
A pocos minutos del centro de la ciudad de La Habana, asentamientos
de madera y chapa alojan a miles de cubanos que no salen en
las estadísticas oficiales. Viven marginados por su condición
de inmigrantes del interior, con apenas dinero para comer y
sin servicios básicos ni ayuda estatal.
Lysyelis Garde de la Caridad tiene 10 meses. Su madre Yaimara
muestra orgullosa el álbum de fotos que le ha armado,
con el rostro de bebé sonriente fundido en playas paradisíacas,
iglesias doradas o soles incandescentes. "Las hace alguien
de aquí, que tiene una computadora", explica la
joven, que ya inició los preparativos para el primer
año de la pequeña. Con restos de placas radiográficas
ha confeccionado decenas de gorritos de fiesta. "Falta
mucho, pero tengo que aprovechar cuando entra algo de dinero",
se justifica. Se espera para ese día una gran celebración:
la familia Garde es un verdadero clan en el asentamiento San
Francisco de Paula, el más grande de La Habana. Padres,
tíos, hermanos, hijos y nietos se han establecido allí
hace unos 5 años, cuando el cerro, hoy herido de calles
serpenteantes, era sólo una maleza impenetrable. A 40
minutos de auto del centro de la capital cubana, el barrio ha
crecido sin control bajo torres de alta tensión, a sólo
cinco calles de la Finca Vigía que sirvió de residencia
al escritor Ernest Hemingway. Unas 2.000 personas viven allí,
hacinadas en casas de cartón y chapa que vuelan con cada
tornado.
Es una misión casi imposible saber cuántos pobres
hay en Cuba. El régimen de los hermanos Castro los ha
desterrado de las estadísticas y declarado invisibles.
Los números elaborados por la Organización de
Naciones Unidas (ONU) simplemente dejan en blanco el casillero
"Índice de pobreza" cuando se trata de Cuba.
Años atrás, el obispo de Olguín, Emilio
Aranguren Echeverria, ensayó un número sobre la
base de su experiencia en las parroquias. "El 10% de los
cubanos está capacitado para llevar una buena vida, el
40% puede sobrevivir, el 30% son personas necesitadas y el 20%
vive en extrema pobreza", dijo.
En ese grupo están los Garde. Hijos y nietos de un haitiano
que en 1919 llegó a la isla para trabajar en la caña
de azúcar, ocupan el escalafón más bajo
de la sociedad cubana: emigrantes, sin trabajo en el Estado
y negros. Practican además el vudú, una de las
cuatro religiones que conforman la santería cubana. Para
el clan, triunfar con el grupo de música haitiana que
han armado ocupa buena parte de todas sus expectativas.
Rumbo a la fama
Los Garde llegaron a La Habana en 2007, procedentes de Santiago
de Cuba, "para triunfar en la ciudad". "Vinimos
para acá buscando prosperidad. No es que estábamos
mal, pero si quieres ser músico, tienes que estar La
Habana", explica Silverio, tío de Yaimara. A los
59 años, Silverio vive de la cabilla. Con el resto de
los hombres de la familia recorre las demoliciones recolectando
las varillas de acero de los encofrados, que luego recuperan
a golpe de martillo. El resurgir
de la construcción privada le ha acercado clientes. "Es
imposible conseguir acero nuevo en Cuba, así que si tu
quieres hacer una casa, debes comprarnos el reciclado",
dice. Su ingreso se completa con la venta de "durofrío",
un "helado" de fabricación simple que amontona
en un refrigerador destartalado. "Se corta una lata de
cerveza al medio, se la llena de jugo, se introduce en ella
un palillo de madera y listo", explica Silverio.
Su historia personal no difiere demasiado de la de muchos otros
cubanos. Entre los años 75 y 92 fue integrante de los
Comités de Defensa de la Revolución (CDR), encargado
de controlar la fidelidad de sus vecinos a la causa castrista.
En 1987, su trabajo fue premiado con un viaje de dos semanas
a Moscú. Hoy ha roto con el régimen, y sólo
piensa en sobrevivir por sus propios medios. "Tenía
discusiones y me fui de los CDR. Después trabajé
en Cubanacan (la empresa estatal de Turismo en Santiago), hasta
que en el 96 dejé todo. Ahora -dice Silverio-no tengo
ni ayuda, ni contacto, ni obligación con el Gobierno".
Decepción habanera
No les ha ido bien a los Garde con la música. "El
grupo nació el 17 de mayo de 1993, Día del Campesino,
en Santiago de Cuba. Vinimos para ver si podíamos progresar
en La Habana, para mejorar de vida, pero no hemos podido aún",
se lamenta Silvia, madre de Yaimara. El principal obstáculo
es que han llegado a la capital desde el interior, en un país
que prohíbe la emigración interna. "Apenas
llegamos nos acogió Caricatos (la agencia oficial de
representaciones artísticas), pero no duramos más
de dos años por ser ilegales", explica Silvia. Entre
2007 y 2008 lograban reunir hasta 300 pesos (unos 12 dólares)
por show. Silvia explica que ahora están "libres"
y tocan "de vez en cuando en la Casa de la Cultura".
"No nos pagan -aclara- pero al menos nos hacemos conocer".
Lejos de los escenarios, reunir el dinero diario es la principal
ocupación de los Garde. La gabilla permite a los hombres
sumar unos 400 pesos (16 dólares) por mes, a repartir
entre 15 integrantes. El resto depende de las mujeres.
La senda que conduce a las casas de la familia está jalonada
de telas de colores fulgurosos, las mismas que cortarán
en pedazos para vender en las calles de la ciudad. "Compramos
telas viejas, las teñimos y las cortamos en pequeños
trozos. Sacamos 300 pesos por mes (12 dólares), como
máximo. Estamos todo el día en la calle, y cuando
llegamos acá, ya tenemos hambre" se ríe Estela,
hermana de Silvia. Cerca de los 60 años, Estela trabajó
alguna vez verificando las campañas de acción
contra el mosquito del dengue en Santiago, hasta que decidió
seguir al resto en su aventura habanera. "A veces me llaman
para volver a trabajar con ellos, pero ya estoy afincada aquí.
Además, saca más con las toallas", se justifica.
Los niños juegan al béisbol en una plaza de tierra
seca y dura. Cuatro jóvenes, protegidos del sol por un
pequeño techo de madera, juegan al ajedrez. Modesto,
otro de los hermanos de Silverio, golpea con un martillo pedazos
de hierro retorcidos que luego serán vendidos a algún
arquitecto necesitado de materia prima. En las cuerdas colgadas
de árbol a árbol la ropa húmeda comparte
espacio con pañales reciclados que se secan al sol. A
9 dólares la bolsa de 24 pañales, Yaimara necesitaría
los ingresos de todo un mes para abastecer a su niña
durante menos de una semana. "Les saco el relleno, los
lavo y les pongo algodón nuevo. Cada uno me sirve para
tres o cuatro puestas, hasta que se rompe la tela", cuenta
la joven. El ingenio cubano no sólo resuelve el desafío
de los pañales. El agua llega al barrio sólo dos
horas diarias, la luz hay que robarla de las torres de alta
tensión y el gas es un bien escaso. La comida, sin embargo,
abunda.
"Todos los días pasan vendiendo comida del mercado
negro. Se te acercan ofreciendo cerdo, arroz, embutidos, huevo,
pescado, morcillas... lo que quieras. Es más fácil
conseguir alimentos aquí que en el centro de La Habana,
pero para un par de zapatos hay que luchar", cuenta Silvia.
La venta de comida en el mercado negro forma parte del ingreso
de miles de cubanos que día a día "roban"
al Estado lo que falta en los supermercados. El problema es
que la mercadería paralela se vende en CUC, los pesos
cubanos convertibles en dólares que son inaccesibles
para gente como los Garde. "Hay un mercado más económico
donde podemos comprar alimentos -explica Silva- pero para cuando
conseguimos el dinero ya está cerrado. En el barrio hay
comida, lo que no hay es dinero". .
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