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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
Aquellos muchachos

Por Pedro Corzo

Aquellos muchachos. Así los evocó el ex preso político Andes Isazi, al salir de un hospital donde estaba ingresado Manuel Villanueva, autor de La Montaña, el himno de los presos políticos cubanos, compuesto para recordar a los miles de compañeros muertos ante el paredón de fusilamiento, o en combates, contra las fuerzas represivas de la dictadura.

Isazi y Kemel Jamis viajaron casi cincuenta años atrás en el tiempo. Visitaron los edificios del Reclusorio Nacional para Varones de Isla de Pinos, lugar de reclusión de miles de hombres que enfrentaron el totalitarismo.

Presidio, el Embere Mayor, así le decían los presos comunes, fue construido por el general Gerardo Machado y Morales. Cuentan que durante la inauguración un alto funcionario del gobierno comentó que el reclusorio era demasiado grande para la población penal de Cuba y que Machado, respondió, “no te preocupes, vendrá un loco y le quedara chiquito”.

El gobernante fue profético. El castrismo empeñado en convertir a toda Cuba en una cárcel, construyó numerosos presidios, e Isla de Pinos no fue una excepción.

Cuando las circulares se abarrotaron, las celdas diseñadas para una persona, la mayoría albergaban tres, el régimen decidió construir campos de concentración.

En Isla de Pinos se construyeron entre otros campos La Reforma y Santa Bárbara. Hubo periodos en la década del 60, en el que la población penal del reclusorio superó la cantidad de seis mil quinientos prisioneros políticos.

Aquellos “muchachos”, amigos de los tiempos en los que Isazi amenizaba las noches de presidio entonando canciones que acercaban al hogar, no les fue difícil recordar a sus camaradas que hoy cuentan más de setenta años.

Cierto que algunos partieron para encontrarse con la tierra en que nacieron, otros con problemas de salud siguen bregando para vencer los años y terceros continúan en su afán de honrar los ideales que los condujeron a la cárcel, pero todos siempre evocan con orgullo y satisfacción, el haber cumplido con el deber y su estadía en prisión.

Caminaron por aquellas circulares. Ascendieron hasta el sexto piso. Tocaron con sus manos las rejas y escucharon los inolvidables gritos de “cubre” y el no menos siempre presente, “llegó la boba”, un agua con macarrones, harina con parásitos y la “tricontinental”, un caldo que ni Sherlock Holmes hubiera descubierto cuales eran sus componentes.

En sus oídos resonó el llamado a “Requisa” y sus cuerpos se estremecieron al asociarlos con los golpes de bayonetas y el acoso de los sicarios.

En su andar rememoraron la dinamita. Los años que durmieron sobre miles de libras de explosivos que la dictadura había situado en los sótanos de las circulares con el fin de hacerla detonar, si se producía una situación que no pudieran controlar.

Ambos se sintieron una vez más junto a Ernesto Díaz Madruga, como si aún viviera, y no hubiera sido asesinado por el jefe del orden interior del presidio. Recordaron como Enrique Ruano junto a otros compañeros fue testigo del crimen, y de la entereza con la que Madruga enfrentó la muerte.

Anduvieron hasta los pabellones de castigo y fueron una vez más testigos mudos de la agonía de un compañero querido y respetado, Roberto López Chávez, quien con solo 25 años de edad, protagonizó una huelga de hambre de 70 días, durante la cual recibió golpes y maltratos y nunca asistencia médica.

Un tema de conversación fue el Plan de Trabajo Forzado Camilo Cienfuegos. Recordaron las decenas de camiones sin barandas en los que eran apiñados cientos de presos. Las curvas cerradas, los accidentes. Las 12 y 14 horas diarias de trabajo esclavo.

Los esbirros con bayonetas para clavarlas en los cuerpos indefensos de los reclusos y las muchas veces, a sabiendas que perderían la contienda, presos como Ramiro “Manino” Gómez Barrueco y Francisco "Paco" Talavera se enfrentaban a militares de la vesania de Sotuyo, el “Indio”, Campeón o Brazo de Oro, llamado así por las brutales golpizas que propinaba.

Forzoso fue pensar en Alfredo Izaguirre, un notable periodista encarcelado que fue el primero en plantarle al plan de trabajo. Le siguieron muchos, entre ellos Adolfo Rivero Caro e Israel Abreu.

También recordaron los intensos estudios, las discusiones políticas, las reuniones para organizar la resistencia, las conferencias y el esfuerzo de conservar las creencias religiosas, una labor de extrema dedicación en la que el padre Loredo y Angelito de Fana junto a otros marcaron la pauta.

En el momento de la despedida se dijeron que sus obligaciones con Cuba no habían terminado, que anhelaban que en la patria común imperara la libertad y el derecho, que las penas padecidas no les habían amargado, que no sentían odio, pero que si era necesaria la justicia para que los errores del pasado no fueran a repetirse.


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