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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |

Los Homosexuales en La Habana

por María Luisa López

No tan lejos de La Habana Vieja está el Fiat, lugar público que se ha convertido en punto de reunión para la comunidad gay en la isla, tan fuerte hoy día, que ellos mismos afirman que "ha crecido de manera brutal, ha estallado como una bomba". Pero también están los sitios clandestinos, donde los shows de transformistas son el principal atractivo para los asistentes, extranjeros y cubanos por igual. Detrás del rechazo que algunos manifiestan a este sector de la sociedad cubana, están los protagonistas de carne y hueso que no piden más que respeto a su forma de vida.

En el Malecón, un viejo cubano levantó del suelo una pequeña banderita de papel que fue utilizada en la "marcha patriótica" contra el bloqueo estadounidense, encabezada por Fidel Castro. Bandera que después de mirar por unos segundos, el viejo rompió antes de apretarla entre sus manos.

Es casi medianoche. El mismo lugar. De nuevo la multitud. Pero no se trata de otra "marcha patriótica"; el discurso político queda casi descartado. El sitio se conoce como el Fiat, porque así se llama la cafetería que sirve de referencia a un sinnúmero de jóvenes habaneros que noche a noche se reúnen, en ocasiones hasta el amanecer, "para canturrear, beber, fumar, besarse", ser como quieren ser, sin el rechazo de sus familias o el resto de la sociedad cubana. Aquí todo se tolera, no hay prohibiciones ni falsa moralidad. La noche se convierte en sinónimo de cierta libertad.

Unos cuantos "cheos" -hombres heterosexuales-, algunas "lindas putas" -aquí el término no es peyorativo sino sinónimo de admiración por las mujeres que no son lesbianas, sobre todo aquellas que "manejan tan bien los tacones"-, también bisexuales, pero sobre todo, quienes no vacilan en reconocer: "Sí, soy gay". Aunque hay otra distinción para una minoría de homosexuales que aquí se dan cita, los "pingueros", aquellos que se prostituyen con extranjeros que después de dar vueltas y vueltas afuera del Fiat en autos rentados, "modernos" no "revolucionarios", logran "levantar" a uno para pasar con él la noche a cambio de unos cuantos dólares, pese a las severas sanciones establecidas por el Parlamento cubano para combatir la prostitución.

"Ninguno de nosotros critica a los amigos que se prostituyen, la situación económica en el país lo ha provocado". Esto dice Julio César, quien a sus 29 años y tras haber tenido relaciones con varias mujeres sin sentirse satisfecho, se asumió como homosexual, con la ayuda de un turista mexicano. Hasta ahora él no se ha prostituido, pero ha considerado la posibilidad debido a las carencias económicas. También piensa que dentro de unos tres años tendrá que hacer un alto en el camino. Le gustaría ser padre. Tener hijos. ¿Cómo lo logrará si después de varios intentos se convenció de que no puede mantener una relación de pareja con una mujer? Aún no lo sabe, pero lo desea. Bajo un entallado pantalón de mezclilla, una ceñida playera rojiblanca y de ojos atractivos con largas pestañas rizadas, Julio César se lamenta de la intolerancia de su tía, con quien vive y no acepta sus preferencias sexuales. Por eso es que se siente tan bien en el Fiat, donde no tiene que fingir ni dar mayores explicaciones. "Claro, chica, esa película, Fresa y chocolate, ha servido de mucho, pero todavía es difícil que nos acepten".

Le encanta el ballet, la pintura, la artesanía. Quiso ser fotógrafo, pero cuando en la escuela le dijeron que sólo podría ejercer de manera voluntaria, sin remuneración alguna, decidió buscar otro trabajo que le ayudara a sobrevivir. Acabó en una fábrica. Y cómo le gustaría viajar. "Ojalá no fuera tan difícil salir de Cuba..."

Pero aun aquellos que logran el permiso para salir de la isla, muchas veces vuelven por el arraigo familiar. Es el caso de Orlando, también gay, quien a diferencia de Julio César, no quiere pensar en el futuro a sus 25 años ni preocuparse por la posibilidad de contraer sida, "lo que importa es vivir el día". Después de dar un trago a su vaso de ron, del que comparte, Orlando cuenta que el año anterior visitó Argentina, invitado por unos amigos de aquel país que habían estado en Cuba. Pudo no haber regresado. Pero estaba la abuela. "Tan mayor, enferma... no podía dejarla aquí sola, ¿me entiendes? Así que volví... pero qué bien me la pasé en ese barrio de Buenos Aires, donde puedes andar de la mano con tu pareja. Ojalá todos entendieran que si están a nuestro lado en algún sitio, la homosexualidad no se les va a pegar, y que no somos ni menos ni más que ellos, que somos iguales, que uno puede desarrollarlo mientras crece o hasta nacer con eso".

Detrás de Orlando y Julio César -a quienes casi todos los que llegan saludan con un beso en la mejilla, ya sean "cheos", "lindas putas" o gays-, una pareja de adolescentes mulatas se besa. Se supone que esto sólo pasa cuando, por suerte, se va la luz en la avenida del Malecón. Pero esta vez no es así, y ahí están las dos mulatas amarradas en un largo beso. A unos metros de ellas sobresale otra figura femenina, poseedora de una larga cabellera, negra como la noche que la abraza, a la orilla de este ruidoso e inquieto Malecón. Es Mina. No. Es Omar. Bueno, es Mina y es Omar. Uno de los más destacados transformistas gay que actúa en uno de los bares clandestinos que existen en La Habana, sitio con un nombre bastante cubano que ellos piden que se omita por motivos de seguridad.

Y ahí está Mina, frente al viejo espejo, y sólo con el bloomer y las pantimedias puestas. Han transcurrido tres días desde que su larga cabellera llamara fuertemente la atención de todos en el Malecón, frente al Fiat. Figura esbelta y carne firme que cualquier mujer envidiaría. Sonrisa mulata, espontánea, mirada transparente, bulla alrededor, de sus compañeras: Sonia, Dolores, Alma, Esperanza. Es hora de empezar a sentirse mujer, para proyectarlo en escena. Llegó el momento de la transformación.

Después de un breve silencio, fijos los ojos frente al espejo, Mina explica: "Antes de empezar a organizarlo todo, te serenas y empiezas a sentir como mujer para convencer de que lo eres cuando sales a interpretar a una cantante. Hoy, voy a cantar una canción de Mónica Naranjo, de su último disco. Casi nunca hago la caracterización de los personajes, sólo en ocasiones especiales, como el caso de Cecilia Valdés, que me encanta, pero casi siempre uso mi nombre y canto como yo lo hago, mostrando lo que soy sin copiar a nadie, eso le gusta mucho a la gente. ¿Que si realmente he llegado a sentirme mujer? En el escenario sí. Fuera de él no. Yo no me considero una mujer, mas que cuando estoy trabajando, hasta que soy un transformista. Cuando estoy fuera visto y ando normal, como yo soy".

Mina cobró fama en 1995, cuando se realizó el primer festival de transformistas en el Teatro América de La Habana. Ahí obtuvo el primer lugar en imitación caracterizando a Whitney Houston. Su imagen e interpretación fueron las mejores. Antes de eso Mina fue bailarín, desde pequeña tuvo "el bichito del arte", por eso no escogió estudiar una carrera alejada del baile y la danza. Incluso llegó a ser miembro de un grupo de danza tradicional cubana. No sospechaba entonces que años más tarde decidiría ser transformista. "Pero, mírame ahora a qué lugar he llegado. Mi mayor virtud es ésta: haber logrado lo que me he propuesto hasta ahora. Si algún defecto tengo es que soy acuariano y muy despistado. Pero aquí estoy y me gusta mucho mi trabajo, lo disfruto... Si tuviera que cambiar de trabajo, ¡uuuyy, chica, me iba a sentir muy mal, de verdad que sí!", dice Mina entre risas.

A los trece años, Omar-Mina asumió su homosexualidad. Hoy tiene 28 cumplidos. Vive con su madre y su hermano ¿Ellos saben en qué trabaja? Por supuesto. Su hermano también es transformista. "Mi madre es divina, no tengo ningún tipo de problema con ella, sabe mi vida cual es, mi trabajo cual es. Claro que eso es lindo, mi amor, porque no todos tienen el apoyo de su familia".

De habilidad extraordinaria para maquillarse -muchas de sus pinturas son regalos de extranjeros que han visitado este bar-, gustosa de que le tomen fotografías, negada por completo a hablar de política, Mina dedica mucho de su tiempo fuera de escena a preparar sus números. Ensaya durante horas las canciones y las expresiones, después de las horas de descanso.

Aunque los dos meses anteriores trabajó a diario, ahora sólo se está presentando dos días a la semana en este bar clandestino, por cada uno recibe tres dólares (60 pesos cubanos), más lo que los clientes pueden dar en cada número interpretado. Aunque no siempre es así, hay días tan buenos que puede terminar la jornada hasta con diez o veinte dólares más de su sueldo fijo (entre 200 y 400 pesos cubanos). Una suma considerable, si se toma en cuenta que un cubano en promedio puede obtener hasta cinco dólares de ingreso, es decir, unos cien pesos cubanos al mes.

"Si tú no trabajas no comes, no vistes, no puedes hacer nada. Pero hay gente que no trabaja en lo que quiere, yo sí. Interiormente me ha dado mucho. Chica, yo pienso que esto ante todo es arte. Lo considero así y todo el que se sienta aquí creo que lo sabe, mientras uno se sienta artista todo lo que pueda transmitir es bueno. No entiendo por qué puede haber personas que no lo acepten y digan que no debe existir. Pa' qué tu veas, aquí hay público de todo, heterosexual o gay, para mí es normal."

Ya sólo falta el largo vestido entallado de color amarillo -aunque prefiere el vestuario negro-, que contrasta armónicamente con su piel mulata. Fue confeccionado para estrenar en el show para festejar el Día de la Cultura Cubana, ocasión en que junto con otras dos compañeras caracterizaron a Omara Portuondo, Moraima y Elena Burque. Número que provocó que el público se pusiera de pie. Aún queda la sensación. "Quiero disfrutar este vestido un poco más". Los altísimos tacones negros, los senos y las uñas postizas. En menos de diez minutos todo está listo. Los comentarios y ayuda para afinar detalles de imagen por parte de Sonia, peluca rubia y piel blanca, maquillaje perfecto. Antes de salir respira profundo y pregunta: ¿Me parezco a quien conociste en el Malecón? La respuesta es definitiva: no. Realmente se ha transformado. Se abre la puerta y se escucha el anuncio: "Ella es simplemente: ¡Mina!" Los aplausos retumban entre las viejas sillas y mesas casi amontonadas de esta vieja construcción de La Habana. Sube al pequeño escenario. No en vano es uno de los transformistas estelares de este lúgubre sitio, oscuridad de la que ella escapa bajo las luces de colores que le caen encima. Rojo, verde, amarillo, morado. Focos pintados que prenden y apagan.

Esto es lo mejor que le puede suceder a Mina. Se siente tan bien con los aplausos. Se emociona ante el micrófono y los asistentes también cantan entre trago y trago. A diferencia de otros transformistas que por aquí pasan, Mina es de las más asediadas para colocarle en alguna abertura de su vestido uno, dos, tres, ¡diez! dólares. Pero ella tiene razón, su entrega en escena no tiene que ver con ser gay, vestirse de mujer o ponerse una peluca, sino con el compromiso de hacer bien el trabajo. Cualquiera diría que sí, que en escena Mina es una mujer.

Termina la pista musical. Mina levanta los brazos. Los gritos y los aplausos crecen. Tal vez algún día pueda cumplir su mayor anhelo: mostrar su trabajo fuera de Cuba. Pero siempre volvería. Aquí están sus raíces, su familia. Y eso es lo más importante.

Sí. A futuro, dentro de unos años, se imagina trabajando todavía como transformista. "Y más viejo (risas). Los años no pasan por gusto, chica. Llegará el momento en que la cara ya no será la misma, ni el espíritu tampoco. ¿Qué haré entonces? Cuando llegue el tiempo, lo sabré".

Otra vez Mina frente al viejo espejo. Piensa: "Éste fue un muy buen día". No como aquel en que estaba tan triste por problemas con su pareja; hace dos meses que se separaron. Al final, se dice a sí misma, también resultó uno de los mejores días en escena. "La tristeza puede dar mucha fuerza también. Llegas aquí y escuchas el cuento de uno y otro, sientes la mano y el beso del amigo, y sales a trabajar, descargas todo y al final te sientes aliviado".

A despintarse, a quitarse las pestañas postizas, y a pensar qué lugar ocupará el vestido amarillo entre los otros cien que ya tiene Mina. Qué risa contagiosa la que le provoca pensar que ya podría venderlos y vivir de ese dinero, durante un largo tiempo. Después, "a desconectarse", a salir rumbo al Malecón a encontrarse con los amigos. A tomar un poco de ron, a fumar un fuerte Popular, a sentir la brisa del mar sin el lápiz labial sobre su boca.

Allá terminará la noche Mina: en el Fiat, donde se vuelve a mirar a los extranjeros buscando "pingueros", a unos cuantos "cheos", "lindas putas" y homosexuales que no se prostituyen y que, como Mina, sólo quieren respeto y libertad para expresarse.

Por fortuna, Mina vive en La Habana, si no fuera así tendría que olvidarse del Fiat y también de La Habana; quien vive en las provincias requiere tramitar un permiso transitorio y la justificación de su estancia en la ciudad. En esa parte del Malecón, tal vez sorprenderá el día a la piel mulata de Mina. Ahí, donde tras pedir el carnet de identificación, algunos miembros de la Policía Nacional Revolucionaria han pedido una felación a cambio de no levantar una multa injustificada. Muchos han preferido la multa. Mina sonríe. Y su sonrisa provoca la reflexión sobre lo que verdaderamente significa una sola palabra: tolerancia.


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