|
Jay
Martinez es Director del Programa Radial Magazine
Cubano en Puerto Rico y Editor de la Revista
Semanal Cubana OPOSITOR .
|
Por
Jay Martinez
Muchos
no sabíamos si habían sido ficción
o realidad
estos personajes que estuvieron en las letras de canciones,
en las calles y esquinas populosas de la Habana, en
los bares y cabarés; en la cuba que reía
y que cantaba que la generación de cubanos que
nacimos después del 59 no logramos conocer.
La melena enmarañada, barba larga, una capa de
mosquetero bien anudada al cuello. Juan Manuel López
Lledín, el Caballero de París, se sienta
en un banco del amplio Paseo del Prado apenas despunta
el amanecer. Mira con recelo el paso de una bandada de
gorriones sobre su cabeza y desempaqueta unos papeles
y un lápiz. Escribe: “Ordeno a mis Ejércitos
Condales acabar con la infamia del mundo...”.
Un
hombre se inclina frente a él y le tiende una moneda.
El enajenado hidalgo rehúsa tomarla. “Para dar
estoy yo”, dice. Saca de su bolsillo un pedazo de papel
y un lápiz y le firma un recibo, le muestra unos
botones y una medalla, que son su peculiar tesoro, y los
ofrece a cambio. Lo mira a los ojos y le dice: “No pido
ni tomo prestado”.
|
La
Macorina |
|
El
Caballero de París |
|
Olga
la tamalera |
|
Negro
Bembon |
|
La
Marquesa |
|
El
Charrasqueado |
|
|
Luego
saluda con una amplia reverencia a una mulata de exageradas
caderas y andar provocador que viene de la calle Neptuno
pero la trasnochada apura el paso y aparta la vista sin
reparar en la galantería. El desaire le duele y
lo asocia con la vanidad de otra fémina de la que
oyó hablar.
Juan
Manuel, mejor conocido como el Caballero de Paris recorre
en su memoria la llegada de Galicia, sus días como
dependiente de hoteles, y la cárcel sufrida bajo
la acusación falsa de robo de joyas en la mansión
donde servia. Según cuentan, la esposa del dueño
se enamoro de el y el esposo por venganza lo acuso de
robo lo cual le cuesta ir directo a la Prisión
de El Príncipe.
Aunque
la injusticia acabó trastornándolo, recuerda
claramente que entre rejas alguien le contó sobre
un escándalo muy sonado años atrás:
por primera vez en Cuba, una mujer conducía un
automóvil. Ella era bonita, más bien entradita
en carnes, pelo corto, rizado, y adornada con valiosas
joyas.
Las
damas hacían la señal de la cruz cuando
la veían pasar en su carro, como si acabaran de
ver al propio Satanás en saya y escote profundo.
María Calvo Nodarse, la Macorina, se reía
desafiante y hasta se atrevía a hacerle guiños
a los varones que paseaban acompañados, burlándose
por los pellizcos de las novias y esposas.
Cuando
en cualquier esquina le gritaban el estribillo que, entre
mordaz y sensual, le hiciera popular: "Ponme la mano
aquí, Macorina..." ella se hacía de
oídos sordos. Acostumbrada a que los hombres más
pudientes le rogasen su amor, seguía su camino
sin mirar a quienes ni autos, ni caballos, ni pieles o
vestidos, ni ningún otro tesoro le podían
dar. Pero como dice el refrán: "En la vida
no hay poco que no llegue, ni mucho que no se acabe."
Por eso la famosa seductora, al perder sus encantos, finalizaba
sus días en la extrema pobreza.
El
autoproclamado Rey del Mundo recuerda un estribillo de
una canción de la Aragón: "¡Qué
bobas son las mujeres que nos tratan de engañar!"
y se lo dedica a aquella leona del Prado.
Al
atardecer, el hambre empezó a picarle al personaje
más popular de las calles habaneras. Unas cuadras
más abajo, en Teniente Rey 308, quedaba el bar
del asturiano Manuel Pérez Rodríguez, más
conocido por Bigote de Gato. Alisándose los mostachos
que le llegaban de oreja a oreja, su amigo sonreiría
como siempre y le daría a su señoría,
de manera respetuosa, algún manjar que comer.
Allí
mismo disfrutaría viendo desfilar a los integrantes
del Club de los Noctámbulos, esa gente que no dormía
mientras La Habana vibraba por todas las esquinas. Música,
baile, fiestas, el cine y los teatros todo era un derroche
de iluminación y alegría como una gran cuidad
europea. Donde el Caballero de Paris pasaba lindos y agradables
momentos y ponía lo mejor de si para alegrar a
todos los que con reverencia se acercaban a saludarle.
Siempre pasaba con ellos buenos momentos, pero cuando
al bar llegaba La Marquesa, con su pelo azul violeta,
y decía que ella era allí la única
de nobleza real... ¡ah!, entonces no aguantaba tanta
infamia desafiando a su abolengo.
Por
suerte hacía días que a ella no se le veía
pernoctar por allí, y no habría disputa
de linajes donde tuviera que mediar su gran protector
bigotudo. Bigote de Gato, sí era gente decente.
Lo afirmaba también El Charrasqueado, ese hombre
que, vestido como los mexicanos de las películas,
se ha hecho todo un personaje con artistas famosas a su
alrededor.
A
propósito - se decía el Caballero de París-
nosotros cuatro estamos de moda, y hasta nos han presentado
por la televisión en el Tribunal de los locos.
Pero yo soy un noble y no puedo dedicarme a estos menesteres
porque los asuntos reales me toman mucho tiempo.
En
la cumbre de tan filosófica lucubración,
un pregonero interrumpió: "Vaya, pican y no
pican." Los tamales, esa sabrosura de maíz
envuelto en hojas, eran la comida favorita de grandes
y chicos por esos años cincuenta. Muy a tono, en
una vitrola cercana, alguien hizo escuchar un cha-cha-chá
muy en boga. "Olga la tamalera, /cocina que se pasó/
los vende con pimienta/ quien come uno se come dos."
Olga
Moré era sin dudas la más famosa por la
calidad de su producto. Pero para la natural de Cruces,
en Las Villas, una mulata de buen carácter y sonrisa
cautivadora los que le conocían comentaban que
sus tamales tenían el mismo sabor de su carácter
y su dulzura, aspecto que hacia diferentes sus tamales
a los de los demás.
Luego
de comer a sus anchas, y saborear aquellos ricos tamales
de maíz tierno El Caballero de París hizo
un discurso de agradecimiento a baja voz y valiéndose
de su alto linaje honró a su anfitrión de
bigotes con el título de Rey de la Alegría
y a Olga la nombro la Tamalera Oficial del palacio. Acto
seguido tomó un ómnibus que le llevó
gratis hasta los jardines de la playa de Marianao.
Frente
al parque de diversiones conocido como Coney Island, un
bullicio de bares, vitrolas y puestos de fritas alegraban
el ambiente. En Los Tres hermanos, un negro muy simpático
y bembón sacaba música de una sarta de botellas
llenas con distintos niveles de agua, los que hacia sonar
como una marimba. A ratos tocaba los timbales, mientras
le mostraba la bemba al público, a lo que la gente
le preguntaba ''?Por que mataron al negro?” El contestaba:
“Por bembon”, y rápidamente se mordía los
labios para esconderlos y respondía picaramente:
“El pobre”. La gente se reía y aplaudía
con delirio y le dejaban su propina.
"¡Ja!,
otro para nuestro Tribunal...", murmuró muy
convencido el Caballero, pacífico caminante de
La Habana. Acto seguido, sacó sus periódicos
y los tendió en un rincón de poco tránsito,
donde se dispuso a descansar. Había tenido un día
muy agitado y muy pronto rallaría el alba. Comenzaría
otra jornada en la que su majestad tendría un día
muy agitado con los que quehaceres reales.