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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
El lesbianismo en Cuba

En el invierno del año tres del siglo XXI, en una ciudad cubana, hartas de quedarnos a dormir en habitaciones prestadas por amigos generosos, en hoteles o en nuestras propias casas según dictaran los humores de nuestras madres, decidimos con Clara construirnos una habitación propia. Para mayores concordancias con la tesis de Virginia Woolf: Clara y yo somos escritoras. La pensión anual de pesos es escasa y la posibilidad de construir una habitación con las mismas manos con que nos amamos: difícil y ruda. Somos débiles, frágiles de cuerpo y ánima, no tenemos hermanos varones, tampoco padres, pocos amigos fuertes de ánima y cuerpo, mas lo decidimos y echamos a rodar el sueño. Así, aparecieron en la calle donde levantamos los muros: camiones cargados con bolsas de cemento, piedras, arenas artificiales, láminas de acero... y Clara y yo nos dispusimos a cargarlos, a ponerlos a buen recaudo bajo un techo prestado hasta que llegara el día de la obra.

Tomamos pala y carretilla; pero todo duró un segundo. Como en un filme fantástico, comenzaron a surgir de las esquinas muchachos jóvenes, hermosos, muy forzudos, de barrio, machistas, probablemente promiscuos y maltratadores. Ellos saben quiénes somos y por qué queremos construir una habitación propia. Sin embargo, diáfanos, divertidos, solidarios y deseosos de competir entre sí a ver quién era el más fuerte de todos, cargaron con nuestros materiales constructivos.

El evento tiene por supuesto diversas lecturas. Quedan implícitas la supervivencia de la formación que tiene como base la distribución de roles - compartimentos estancos en los que un hombre jamás deberá permitir que en su presencia las mujeres les desafiemos transgrediendo justamente esa distribución. Está también el viejo instinto competitivo que los acosa y que encuentra en tres o cuatro pilas de materiales para palear una magnífica oportunidad para hacer el pequeño campeonato, probar quién es el más valeroso. Y ese valor está en la agilidad, la fuerza. Y todo remite al areté del héroe. Y el héroe es siempre el mejor de los hombres.

Pero si está en medio de este espectáculo el elemento disonante que constituye una pareja de lesbianas entonces todo lo anterior se desestabiliza. Ellos no tendrían que estar interesados en probarnos nada con relación a su areté, su hombría, su capacidad de seducción a través de la fuerza. Saben de antemano que no tendrán éxito.

Para el imaginario ortodoxo masculino, una pareja de mujeres que ha elegido una variante sexual que los excluye, no sólo está exenta de todo valor como sujeto social sino como actrices de esa realidad en la que supuestamente no existimos porque todo nuestro mundo está tapiado por el silencio. Quedaría, por supuesto, la posibilidad de ser la típica fantasía masculina en la que dos mujeres se aman sólo para que ellos las contemplen y más tarde las ensarten con sus miembros, a las dos, haciéndoles saber que el verdadero gozo de toda hembra será siempre completado en la cópula. No somos inocentes. Probablemente al ayudarnos a trasladar el material, aquellos muchachos pretendían asegurarse la entrada nocturna a la habitación que construiríamos con Clara. Ayudarnos, ayudaba a consolidar sus fantasías.

Quedaría sólo una posible tesis por exponer: la de la ayuda desinteresada y auténtica. Esa que asegura la idea en ciernes de que en la Cuba del siglo XXI, los únicos participantes de la realidad que siguen marginando a las minorías están instaurados en el poder. Y aunque esta sea una mala noticia, ya que el poder genera el 100 por ciento de los discursos visibles, siempre hemos tenido fe en los intersticios, en aquello que se cuela secretamente por las hendijas y que en el caso cubano se convierte en una forma más de contestación a un discurso político que se ha dado sostenidamente a la masculinización de la nación. Dicha masculinización ha sido reforzada con la imagen de un líder en botas y barbudo, de quien se destaca invariablemente el tamaño de sus miembros reproductores para reforzar el valor de sus proezas, siempre positivas, a través de consignas e imágenes simbólicas.

En un país donde los niños en los primeros diez años de edad escolar gritan cada mañana la aspiración de ser como otro gran líder reforzado en sus atributos masculinos, su poder de seducción, su arrojo y su belleza (el Ché Guevara) debemos entender que ha llegado la hora de la sobresaturación de fetiches varoniles y que junto a la crisis del poder, se instaura, con pausa, una crisis de la masculinidad que tiene por supuesto sus ecos en la comunidad lesbiana cubana.

Para una buena proporción de la población heterosexual masculina, las mujeres que los han excluido de sus preferencias sexuales, ya no son unas enfermas aberradas y obscenas. Esto no es por supuesto un dato cuantificable. Nada en Cuba lo es. Las estadísticas de violencia, homosexualidad, travestismo, transexualidad, discriminación laboral de las mujeres, racismo y otros muchos síntomas desagradables a la sociedad “revolucionaria” han sido firmemente sepultadas. Todos aquellos investigadores cubanos y extranjeros que se han dado a la tarea de examinar estos datos han sufrido la prohibición y la consecuente frustración de sus proyectos. Sin embargo, el simple y localizado gesto del grupo de muchachos colaborando desenfadados con el proyecto de habitación de una pareja de lesbianas en provincia, habla, cuanto menos, del desplazamiento de imaginario que ha sufrido positivamente la heteronormatividad cubana.

Los años 80 y el expediente de peligrosidad


Para quienes se han acercado a la historia de los últimos 25 años en la isla, no es un secreto que en la década del 80, cuando por primera vez el socialismo daba supuestamente su primer respiro a favor de la economía nacional, paradójicamente, aparecían los primeros signos de desilusión y crisis dentro de varios grupos generacionales. Esta paradoja tiene su explicación en que dicho respiro era en gran medida aparencial ya que si la economía crecía no era gracias a un desarrollo interno de las potencialidades industriales del país sino a las fuertes inyecciones de capital insufladas por el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME); integrado por los países de la antigua Europa del Este. Una nueva generación, un nuevo grupo que avanzaba silencioso, de jóvenes que habían sido completamente formados en la “ideología revolucionaria”, asistía incrédulo a esta maquillada mejoría y así mismo contemplaba fascinado el modelo de progreso norteamericano que llegaba secretamente en las fotos de los familiares exiliados en la otra orilla de la isla cubana: la ciudad de Miami y otros enclaves menores de emigrantes tales como: Madrid, México D.F. , New York, Orlando, Lima o San Juan de Puerto Rico.

El poder advirtió esta posición doble de incredulidad y fascinación y como es costumbre arreció la habitual política de mano dura y se inauguraron así los llamados y temidos “Expedientes de peligrosidad” que se abrían en las oficinas policiales de todo el país a aquellos jóvenes de cualquiera de los dos sexos que cometieran delitos tales como: vestirse con camisetas que ostentasen letreros escritos en lenguas extranjeras a excepción de las de origen eslavo (la inglesa era lógicamente la más demonizada); reunirse asiduamente en calles y plazas públicas con otros grupos de jóvenes de dudosa conducta política; no estudiar o trabajar en las instituciones y organismos del estado; parecer o ser homosexual; tener relaciones muy estrechas con tales sectores sospechosos; ejercer enmascarada o abiertamente la prostitución o practicar abiertamente alguna ideología religiosa… en definitiva: ser sospechoso.

La policía para iniciar estos procesos de aperturas de expedientes se auxiliaba de dos cuerpos indispensables: los CDR (comités de defensa de la Revolución), estructurados en todas las calles y barrios del país y compuestos por los propios vecinos y dirigidos por los líderes de cada cuadra y en segundo lugar de la policía secreta o G-2; cuyos agentes muchas veces salían de estos grupos supuestamente marginales.

Daysi Gómez es una lesbiana que nació en el año 1966. A los doce años había descubierto su identidad sexual y comenzó a proyectarla. No sin poco temor ni poca angustia. A los 16, harta de las burlas de sus compañeras de estudio por su físico andrógino y su perenne silencio, decidió abandonar la escuela y se metió en su casa a intentar sobrevivir con pequeños negocios de estraperlo y las mínimas ayudas familiares. Cuando cumplió los 18 necesitaba un amor de verdad. Se había vuelto a hartar, pero esta vez de estar encerrada como una enferma entre las paredes de su habitación, también de las miradas inquisidoras de las vecinas y sobre todo de la insistencia de su madre para que encontrara un marido o se fuera a trabajar. Daysi decidió salir todas las noches a la plaza principal de la ciudad, cuando estaba todo muy oscuro. Así conoció a Ana, una mujer de 35 años que saltaba la ventana de su habitación cuando el marido se ponía a roncar y se iba con su joven amante mujer a la orilla de uno de los ríos que pasa al centro de la pequeña urbe a desfogar su pasión secreta. Daysi pudo amar a Ana no más de tres meses, al cuarto estaba en la cárcel y también su amante, acusadas las dos de ser: “mujeres peligrosas al bienestar ciudadano, la decencia cívica y los valores del hombre nuevo de la Revolución”. Las penas para estas mujeres fueron de diez años de privación de libertad y su delito: encontrarse y besarse en la madrugada a la orilla del río.

Los 70: La UMAP, la parametración o cásate para olvidarlo.


Cuando los escritores Heberto Padilla, Lina de Feria, Antón Arrufat y otros muchos que entraron por fuerza al ruedo, fueron acusados de escribir obras que no respondieran a los intereses e ideologías de la Revolución, comenzaron a volar en el país antillano muchas brujas que ya nada tenían que ver con las posturas políticas o las ideas sino con la vida íntima de los que debían ser por definición los actores, siempre consentidores, del proyecto nuevo que la sociedad construía: los intelectuales y artistas.

En un tristemente célebre discurso que pronunciara el comandante en jefe en el año (1962) quedaron reducidas a una las posiciones que un pensador o simple ciudadano cubano debía asumir. La orden era clara: “dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada”. Estos singulares dentro y fuera estaban justamente marcando las fronteras de lo imaginado y consecuentemente dictado por ese poder.

De tal orden derivó una acuciosa y detenida cacería de homosexuales: intelectuales y no. Y para que dicha cacería fuera efectiva fueron creadas en primer lugar las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) y en segundo los procesos de parametración. Ambos tenían como propósito común el sacar a los intelectuales y artistas de sus puestos de trabajo (de ordinario en instituciones culturales) para llevarlos a campamentos o fábricas a trabajar en oficios que iban desde la agricultura hasta la albañilería.

Pero había por supuesto una posibilidad de escapar al castigo: la mentira. Onélida Rodríguez estudiaba en el año 1973 la carrera de Letras en la Universidad de La Habana. Estaba enamorada y compartía ese amor con una compañera de estudios. Tras un año de mantener una intensa pasión, medianamente visible, ambas fueron llamadas a contar por el decano de la facultad en la que estudiaban. Este les pidió, amable y completamente avergonzado, que solicitaran la baja docente de la institución. Esa era la mejor variante para las dos. De lo contrario él, se vería obligado a llenar sus expedientes, declararlas lesbianas y pasarlas a las filas de la UMAP o parametrarlas a alguna fábrica de provincias. Ellas eran estudiantes de alto rendimiento académico y él no les deseaba tal ostracismo; mejor que se fueran a casa, a esperar que pasaran los malos tiempos y después matricularan otra carrera; tal vez en otra ciudad, donde nadie las conociera. Tal vez casarse, aunque fuera con amigos, bajo acuerdo mutuo... que hicieran algo; pero que se marcharan de allí, en breve.

Onélida se fue a la ciudad de Matanzas y conoció a Juan, un muchacho gay al que habían separado del coro de cámara del Ministerio de Cultura por su proyección desenfadada como hombre que amaba a otros. Acordaron que se casarían y lo hicieron. Tuvieron una hija y han pasado los últimos 30 años de su vida escribiendo espantosos programas musicales para la radio. Han tenido un sinfín de relaciones homoeróticas, pero siempre en la madrugada, donde se supone que nadie los ha visto o en la casa que fundaron bajo pretexto de colaboración laboral con esos amigos y amigas con quienes han convivido durante cierto tiempo para que “el proyecto que tenían en marcha diera sus mejores frutos”.

Un flash back muy elocuente

En la década de 1920, la destacada periodista feminista Mariblanca Sabás Alomá, intentaba establecer todas las distancias posibles entre mujeres feministas y lesbianas. Para ello, aseguraba públicamente que el lesbianismo o garzonismo era "un asqueroso gusano que está corroyendo hasta las entrañas a toda una generación de mujeres". De esta manera, quien fuera una de las pioneras del movimiento de mujeres sufragistas (devenidas feministas) en la Cuba republicana, fue pionera también de una de las más viejas e irresolutas discusiones del feminismo tradicional: la exclusión de las lesbianas del cuerpo del feminismo más ortodoxo y militante. Con dicha escisión y consiguiente exclusión dentro de los debates feministas de todos los tiempos inauguraba el sostenido silencio que en la isla han sufrido las mujeres lesbianas que no han entrado en ningún caso a los proyectos emancipatorios y reivindicativos que han tenido lugar tanto en la Cuba pre como en la post revolucionaria.

La organización que se ha ocupado desde 1959 de los problemas que afectan a las mujeres todas (Federación de Mujeres Cubanas) no ha puesto en acción durante los últimos 45 años ningún proyecto que contemple o evalúe los derechos, ansiedades de visibilidad y representación de las mujeres lesbianas. Claro está que quedaría al gobierno de la Revolución la atenuante que aplica también para negros, mulatos, mujeres heterosexuales, hombres homosexuales, travestis, transexuales o campesinos. Y esta no es otra que la máxima democratizante que plantea la igualdad de deberes y derechos para todos los sujetos habitantes de la nación con independencia de sus condicionantes de raza, clase o sexo. Bajo esta tábula rasa para igualar a los sujetos, han quedado sepultados todos los intereses disonantes a la propuesta del “hombre nuevo” que La Revolución definió muy temprano, el cual lógicamente empatiza con el sujeto occidental moderno: hombre, blanco, heterosexual, que ha estado entronizado al centro de las imágenes, a pesar de los muchos forcejeos verbales con que se ha pretendido, desde la dirección del país, desplazarlo.

Así mismo la FMC ha dialogado con un arquetipo de mujer cubana “la obrera socialista y federada”: madre, esposa y también trabajadora. A ella se le ha cantado y para ella se ha diseñado toda una iconografía en la que suele aparecer con un niño en la mano y en la otra un fusil o un instrumento de trabajo. Se le ve en las fábricas o ejerciendo como médica internacionalista en cualquier pueblo hermano. Estoica y feliz.

En la última década, han cambiado paralelamente y de manera violenta la realidad del país y con ella una buena parte de su imaginario tradicional. De esta suerte han surgido nuevos tipos de mujer, atendidas directamente y con valor prioritario por la mencionada organización (FMC). Estas mujeres no son otras que las prostitutas (también silenciadas hasta su irrupción explosiva en las zonas de tolerancia pensadas para turistas). Las mujeres que ejercen la prostitución han aparecido en seriales televisivos como personajes siempre negativos, pero así mismo humanizados en sus conflictos. Mujeres cercanas que a pesar de ser representadas bajo la moralina que enseña qué no se puede hacer, están ahí, en la pantalla, como imagen y posibilidad. Mientras, las lesbianas (también crecidas en número en el último período) hemos seguido siendo el capítulo pendiente de la federación que en principio debería incluirnos, puesto que mujeres y cubanas somos.

Ver para creer

Para seguir con el tema de la visibilidad hay un par de ejemplos muy ilustrativos y que también remiten a los medios de difusión masiva, en particular la televisión. En el año 1998 la televisión cubana produjo una telenovela titulada La otra cara de la moneda (TVC 1998). En ella aparecían conflictos que hasta el momento habían permanecido invisibles en los medios cubanos. Hablo de alcoholismo, prostitución, violencia doméstica, homicidio, uso de drogas entre los sectores juveniles y finalmente una historia de amor entre mujeres. Sorpresiva fue la aparición de la mencionada subtrama. Tan sorpresiva como breve. La pequeña historia de amor tuvo una duración de tres capítulos. En el primero las muchachas se conocieron y enamoraron. En el segundo, una de ellas abandonó a su esposo (un sujeto maltratador y alcohólico) y le expuso el amor que sentía por su nueva amiga y en el tercero una de ellas muere en un accidente de trenes.

Luego de un vacío de cinco años en los que ningún otro director o directora de televisión o cine se animara a matar amantes lesbianas, apareció una nueva historia de amor en una telenovela titulada El balcón de los helechos (TVC 2004); esta vez no murió nadie. Convivían juntas, eran felices, estaban asumiendo la crianza de un niño pequeño, funcionaban como una familia cualquiera sólo que su condición de pareja sexual hubo de adivinarla el televidente avispado. En ninguno de los cincuenta capítulos en que transcurrió la serie hicieron alusión los personajes a su condición o funcionamiento como pareja. No hubo roce o detalle visible que las representara como tal. Ellas convivían y no tenían una relación consanguínea. Se ocupaban con idéntica fruición de la educación del niño y le prestaban igual número de caricias y mimos. A través de la figura del pequeño resolvió el angustiado guionista todas las posibilidades de legitimar la relación de las muchachas. Las elipsis verbales y gestuales a las que hubo de someter su texto sólo pudieron cristalizar en la afectividad que mostraban al hijo.

Una puerta, una pequeña puerta

Hace un año que ha sido creada bajo el auspicio del Centro Nacional de Estudios de la Sexualidad (CENESEX) la Sociedad Cubana Multidisciplinaria de Estudios para la Diversidad Sexual (SOCUMED). Cuyos objetivos, entre otros muchos, giran en torno a la eliminación de una serie de enunciados ambiguos con ciertas aristas homofóbicas, vigentes en el código penal cubano. Así mismo, ha prestado diversos espacios en su sede y fuera de ella para la exposición y proyección de obras de arte, documentales, conciertos y obras de teatro que abordan directamente la temática homosexual en general y la lesbiana en particular. La noticia resulta alentadora, más por la esperanza que para proyectos a largo plazo trae consigo, que por lo realizado hasta el día de hoy.
Esa distancia incuestionable y muchas veces insalvable que suele haber entre teoría y realidad, en Cuba ha sufrido una inversión que hace que la creación de SOCUMED dentro del CENESEX sean la teoría y el apoyo oficial que llegan con retardo. Por una vez han llegado primero los signos de la realidad, del cotidiano, que hacen visibles el desplazamiento del imaginario heteronormativo; tal y como ilustré al inicio con el episodio de los muchachos colaborando en la realización de nuestra habitación y las de otras muchas parejas que resuelven, cada vez con mayor soltura, convivir.

Nuestra habitación es en sí misma a la par que simbólica, también sintomática de un cambio en la medida en que Clara y yo respondemos a ciertas condicionantes opresivas de clase y también a la formación de una adolescente por quien nos sentimos profundamente responsables. Hemos de admitir que veinte o treinta años atrás, probablemente ninguna de las dos hubiera arriesgado ni nuestros puestos de trabajo, ni la “sana” pertenencia de la niña a los círculos no marginales donde quedan situados los hijos de padres y madres heterosexuales.

Hacernos visible a través de un espacio tan altamente significativo como el de una habitación en la que convivir en un país donde es casi imposible no compartir la intimidad con familiares, vecinos y compañeros de trabajo porque las clásicas fronteras entre espacio privado y espacio público han sido fuertemente dinamitadas es un evento que habla en sí mismo de las relajaciones que la represión tanto oficial como popular han sufrido en la isla.

Lógicamente, no se ha comenzado a hablar en ninguna instancia de poder de derechos para parejas de mujeres u hombres homosexuales. El matrimonio, la adopción, el reconocimiento como parejas de hecho, la pensión o algunos de los reconocimientos elementales para las familias heterosexuales son otro capítulo pendiente del código penal cubano. No hay ningún indicador que verifique la existencia de un movimiento social y la comunidad homosexual cubana se mantiene, como en el resto del mundo, encerrada en sí misma. Lo anterior se hace especialmente visible en las fiestas populares donde gays y lesbianas suelen irse a sitios muy localizados, siempre semiapartados del resto de los participantes.

Hay un club nocturno en una ciudad del centro de la isla (Santa Clara) que desde finales de los 80 ha desafiado toda instancia de poder y todos los boicots con que han intentado desaparecerlo y de manera oficial ha presentado shows de travestis: Los gays y lesbianas de todo el país han visitado ese club llamado “El mejunje” y sólo allí han expuesto su amor de manera desenfada y legítima. En el resto del país, se realizan fiestas secretas e ilegales en casas de personas que cobran la entrada a los homosexuales que se deciden asistir y allí bailan, se abrazan, besan o al decir de Lorca: dibujan un plano de su deseo para vivir en él.

Todavía cociendo habas

Como se puede comprobar en este brevísima y fragmentada panorámica, la sociedad cubana es en general otro espacio en el que se han cocido y continúan cociéndose las habas. Todas las habas. Pero estas de las que hablamos ahora, nuestras habas, se han cocido lenta y retorcidamente. Y siempre han dependido del cocinero. De cuando ha decidido racionarlas, de cuando las ha escondido porque apestaban, de cuando se ha hecho el desentendido y ha dejado servida la mesa según la gula de cada quien. El cocinero ha sido siempre el encargado de la regulación y el consumo de las habas; pero lo que no ha hecho en ningún caso es poner la carta en la acera. Los comensales han tenido siempre la tarea de adivinar cuáles son los platos pasando dentro, arriesgando.

De momento, lo único que no ha podido manejar quien cuece las habas son los olores que cruzan las ventanas de su cerrada cocina. Los olores, todos, han sido los encargados de que después de tantos años de resistencia, tanta, y de lesbianas presas de quien nadie ha dado cuenta todavía y de las suicidas que es como si nunca hubieran existido y de las familias separadas por la vergüenza y el resentimiento; los olores han conseguido que los muchachos del barrio, ahora mismo se asomen a nuestra obra, pregunten cuándo estaremos viviendo en la habitación propia y nuestra hija sueñe hacer allí una fiesta con sus amigos.

Si parezco esperanzada, es porque lo estoy.


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