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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La mala educación en Cuba

Por Plinio Apuleyo Mendoza

EL SECRETO MAL DE CUBA

Aquel documental sobre la educación en Cuba que un colega mío, consejero cultural en la embajada cubana en París, me presentaba lleno de orgullo, hace años, convencido de estar revelándome una conquista ejemplar de la revolución, a mí me espantó.

No significaba ningún paradigma. Todo lo contrario. Pues al lado de los modernos complejos escolares, de las aulas llenas de luz, las canchas deportivas, los espléndidos comedores o los vasos de leche repartidos gratuitamente a los alumnos a media mañana, nos descubría algo muy inquietante: la manera como se educaba a los niños en Cuba.

El documental, en efecto, mostraba una sesión en la cual cada uno de ellos quedaba públicamente expuesto al juicio de sus compañeros. A éstos se les invitaba a delatar lo que hubiesen visto como una falta, una indolencia o cualquier otro comportamiento censurable en el niño expuesto a esta censura colectiva. De esta manera, todos a la vez eran acusados y todos eran inducidos a convertirse en espías, en delatores, algo sin duda muy apreciado en un régimen policial.

Era fácil deducir que esta conducta no terminaba en la escuela o en el liceo. Iba a proseguirse durante toda su vida, pues todos ellos, en su edad adulta, estaban condenados a participar en los famosos CDR (Comités de Defensa de la Revolución), que en cada barrio o en cada manzana repiten esa misma ceremonia litúrgica de espionaje colectivo. De esta manera, se consigue en Cuba que nadie esté seguro de nadie: ni de su esposa, ni de sus hijos, ni de los amigos. Y lo más aberrante, propio de los regímenes comunistas, es que esta atroz fiscalización, generadora de temor, de inseguridad, de sistemática desconfianza, tan ajena al carácter caribeño, es vista como una laudable virtud revolucionaria.

Después de ver aquel documental, no me extrañó que alguna vez, entrevistando al novelista Eliseo Alberto, él me contara como la Seguridad cubana le había propuesto que espiara a su padre, el poeta Eliseo Diego. O que un amigo español me refiriera su horror al descubrir que su hijo, educado en Cuba (pues la madre de éste era cubana), había sido autorizado a visitarlo a condición de que informara sobre la relación suya con los cubanos exiliados en España.

Cito todo esto, pensando en el mayor de los desastres que va a dejarle a Cuba la larga dictadura totalitaria de Castro. Sé que ella va a desaparecer pronto. Castro no es eterno. Está revelando torpezas seniles, muestra de irreversibles perturbaciones arteriales que le atascan la lengua y el cerebro.

El comunismo no lo sobrevivirá sino por muy corto tiempo, porque está ligado sin remedio a la figura y el destino del caudillo que lo entronizó en la isla como única manera de enmascarar, mediante una supuesta ideología revolucionaria, su pantagruélico apetito de poder. Desaparecido Castro y liquidado su régimen, no será difícil, con el concurso del exilio, reconstituir una economía de mercado y una democracia política que establezca una real división de poderes y un amplio pluralismo, capaz de abarcar todas las tendencias de la opinión hasta hoy reprimidas. Pero el mal secreto, que no va a desaparecer de la noche a la mañana, serán las lacras dejadas en el carácter y el comportamiento de las gentes, especialmente de aquella mayoría que nació y se formó a la sombra de este régimen totalitario. Eso es más complicado.

A este respecto, tenemos ya testimonios literarios de exiliados recientes que nos van descubriendo la tremenda descomposición social y los estragos morales en la Cuba de hoy. Recuerdo el libro póstumo de Reinaldo Arenas, Antes que anochezca, y las novelas de Zoé Valdés, pero, de manera más inmediata, la novela de Fernando Velázquez, Última rumba en la Habana. He hablado, en su prólogo, de lo que este libro nos muestra: una sociedad sigilosa y enferma que vive una realidad muy distinta a la del mentiroso discurso revolucionario. En esa realidad, cada cual trata de sobrevivir como puede, cuidándose, desdoblándose, buscando con frecuencia a espaldas de la autoridad lo que necesita, cuando no incrustándose en el engranaje del poder a base de mentiras, adulaciones y oportunismo.

Favorecido por el régimen, el turismo sexual, una clase de turismo que pone a Cuba a competir con los más tristes países asiáticos, hace de la prostitución ya no, como en muchos países de Europa, un fenómeno marginal, sino un recurso que se extiende a niveles más amplios de la sociedad, empujando a toda clase de muchachas, incluso profesionales, con la complicidad de sus propias familias, a vivir del oficio más viejo del mundo. De ahí que para un lector de otro país parezca irreal -y no lo es- que en la novela de Velázquez una joven jinetera hable de poetas, de novelistas o de Bach o Vivaldi, al tiempo que se mueve como pez en el agua en un pantano de policías corruptos, chulos o expertos en el mercado negro.

No es extraño que esto ocurra, cuando doctos profesores o cirujanos prefieren ganarse la vida como choferes de turistas o camareros, pues las solas propinas representan diez veces más de lo que ganarían en una cátedra o en un hospital. Por otra parte, la estrambótica convivencia de un área quasi capitalista, la del turismo, gobernada por el dios dólar, y la paupérrima y desbarajustada economía socialista, empieza a diseñar una clase de vividores privilegiados, clase que puede ser, si no lo es ya, semilla de futuras mafias cubanas, como ocurrió en Rusia cuando el comunismo se desplomó. También esto nos lo muestra Última rumba en la Habana.

Mi amigo Carlos Alberto Montaner ha señalado en muchas conferencias suyas cómo los valores y actitudes predominantes en una nación o en una comunidad son factores esenciales para salir del subdesarrollo y de la pobreza. A mí no me cabe duda que el exilio cubano tiene de su lado valores y actitudes que explican la manera de cómo fuera de su país ha conseguido no sólo sobrevivir sino prosperar. Pero dentro de Cuba el cuento es otro. La burocracia, y sobre todo la burocracia comunista, crea comportamientos parasitarios. De nada sirve matarse trabajando si a la postre todo el mundo obtiene lo mismo. Pero también ese tipo de sociedad genera el vivo, el corrupto, el que se las arregla con toda suerte de manejos retorcidos para obtener dinero. Cuando la larga pesadilla de Castro termine, es difícil imaginar que esas deformaciones del comportamiento, fomentadas desde la escuela a lo largo de cuarenta años, van a ser curadas de repente con la varita mágica de la democracia y el oxígeno de la libertad. El remedio tardará en dar resultados. No en vano, por desgracia, el mal ha durado tanto tiempo.


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