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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Cuando salí de Cuba

Por Ramón Bueno Tizón

Sólo una vez estuve en La Habana. Había viajado solo, con una pequeña mochila, un par de mudas de ropa y la ilusión de encontrar mulatas ardientes y solícitas, bailando guaguancó o chachachá.

En el Aeropuerto Internacional José Martí, un edificio pequeño y vetusto, repleto de turistas italianos y españoles, hice una de las doce o quince colas del control migratorio. Soporté el bochorno del verano habanero y el cansancio del viaje a escalas mientras avanzábamos a paso de procesión. Se demoraban entre diez y veinte minutos por persona y en mi fila había al menos quince turistas delante de mí.

Cuando llegó mi turno, agobiado por el tedio y el calor, entregué mi pasaporte y la tarjeta de visita a Cuba a la funcionaria o policía de Migraciones que me tocó en suerte, una morena de ojos verde mar. Ella recibió mis documentos sin una sonrisa. Abrió mi pasaporte y revisó cada una de las páginas. Se detuvo por un instante en la visa estadounidense. Luego estudió mi fotografía digital. Pude ver sus ojos verde mar escudriñando mi rostro y comparándolo con el que aparecía en la fotografía. Una y otra vez. Me pidió que me quitase los lentes. Obedecí. Los ojos verde mar volvieron a verme como si intentasen sorprender o descubrir a un impostor, volvieron a compararme con el rostro de la fotografía del pasaporte. ¿Motivo del viaje?, preguntó. Vacaciones, respondí. ¿Cuánto tiempo se piensa quedar? Cuatro días. ¿Dónde se va a alojar? En el Hotel Meliá Habana. ¿Puede enseñarme la reserva? Lo hice. Los ojos verde mar me analizaron de nuevo. Luego selló unos papeles mas no así el pasaporte y me devolvió mis documentos. Bienvenido a Cuba, me dijo en forma glacial. Bienvenido a la tierra de Fidel, pensé.

Durante el camino al hotel, luego de responderle a un policía a la salida del aeropuerto las mismas preguntas que me hizo la morena de los ojos verde mar, comencé a observar las consecuencias de la Revolución.

Carretas arrastradas por mulas, casuchas de madera y latón, niños y adolescentes descalzos, con el torso desnudo, vistiendo andrajos. Mientras me acercaba a la ciudad, el verde del Caribe fue reemplazado por el pavimento y las primeras edificaciones. Corroída por la brisa del mar, La Habana parece una ciudad en ruinas, despostillada y desconchabada, de un color indefinido y uniforme. Me dio la impresión de que La Habana no hubiese sido pintada ni refaccionada desde hacía más de cuarenta años. Como si el mar la hubiese cubierto y al retirarse la hubiese abandonado a la intemperie y a su suerte.

El Meliá Habana es un cinco estrellas ubicado en Miramar, al oeste de la ciudad, una zona de casas antiguas y ostentosas y modernos hoteles de lujo. Me sorprendió ver autos europeos de modelos recientes estacionados frente a los hoteles o recorriendo Miramar. El hotel lo tenía todo. Aire acondicionado, ascensores, restaurantes buffet, bar inglés, televisión por cable, Internet, una piscina con palmeras, terminales de tarjetas de crédito (siempre que no fuesen de bancos americanos). Mi habitación tenía una terraza desde la que podía ver el Estrecho de Florida, tomándome una Coca Cola. Esto no es Cuba, me dije. Al día siguiente cogí mi mochila y le pedí a un taxista que me llevara a una casa particular.

Las llaman así, casas particulares. Son viviendas autorizadas por el régimen para prestar servicios de hospedaje a turistas y extranjeros. Llegamos a una casa ubicada en el barrio del Vedado, la zona de la clase media habanera. La familia entera salió a recibirme. El dueño de casa, un cubano cuarentón y en camiseta me mostró el tercer piso que arrendaba a veinticinco dólares por noche. Tenía baño, cocina y una terraza amplia para fumar habanos. Acepté. Dejé mis cosas y salí a pasear.

La Habana está sembrada de carteles con la imagen de Fidel extendiendo un brazo y frases como “Vamos bien” o “Viva la Revolución ”. A un taxista que me inspiró confianza le pregunté qué opinaba de la Revolución , de Fidel. El hombre, que tendría treinta y tantos años como yo, había vivido toda su vida bajo el régimen castrista, sin opción alguna de conocer otra cosa. Me dijo que estaba contento, que le gustaba su trabajo de pasear turistas, que el Gobierno se preocupaba por la salud, la educación, el deporte, la niñez. Dijo también que si un país imperialista pretendiese invadirlos, ahí estaría él y los demás cubanos para poner el pecho. Ajá, le dije. Alumno aplicado, pensé.

Caminé por las calles de La Habana Vieja. Vi pasar a los camellos atiborrados de pasajeros, esos gigantescos camiones con arrastre para el transporte público. Viajé en cocotaxi, esa suerte de motoneta techada en forma de huevo. Probé un mojito en La Bodeguita del Medio. Hojeé un Granma, el diario oficial que por supuesto no dice nada. Recorrí todo Obispo, una calle peatonal llena de comercios, restaurantes y locales públicos. Entré a un par de librerías y la austeridad espartana que encontré me desanimó de entrar en otras. Curioseé por un mercado de abastos. Luego me fui a dar una vuelta por el famoso malecón. Varios niños se me acercaron para pedirme dinero. No era difícil diferenciar a los turistas de los cubanos. Y la regla general era ver a un turista hombre acompañado de una cubana, o a un cubano acompañando a una turista mujer, casi siempre de la mano. Más de una cubana me sonrió, esperando que yo diera el primer paso. Otras fueron un poco más osadas.

Al regresar a la casa en la que estaba alojado, encendí el televisor. Era un aparato de unos veinte o veinticinco años, a blanco y negro, los canales se cambiaban manualmente con una perilla. Como los televisores de mi niñez temprana. Sólo había dos canales y en los dos estaba Fidel, en diferentes momentos, en diferentes discursos, diciendo seguramente lo mismo. Salí a la terraza y encendí un cigarrillo. Me puse a pensar qué sería de mí si hubiese nacido en Cuba, en La Habana por ejemplo. Si habría tenido la lucidez y el coraje suficiente como para ser un disidente, para decir en voz alta lo que pensaba, para intentar un futuro diferente. Si habría sido un taxista con un discurso aprendido de memoria. O si estuviese paseando por el malecón, de la mano de una turista española o italiana.

Hoy leo las noticias. Fidel Castro se ha visto obligado a dejar provisionalmente el poder tras ser operado de emergencia por una grave hemorragia intestinal. Su hermano Raúl habría recibido todos los poderes. La salud del octogenario dictador es secreto de Estado y se ha prohibido la entrada a periodistas extranjeros. Se emiten comunicados oficiales diciendo que Fidel se va recuperando, pero no aparece en público. Nadie sabe lo que en realidad está pasando, sólo se puede especular, preguntarse qué va a pasar. Hay desconfianza y miedo. Qué otra cosa podemos esperar de una dictadura.

Cuando salí de Cuba no dejé mi vida ni mi amor, ni dejé enterrado mi corazón como dice la canción. Cuando salí de Cuba sentí un alivio inmenso. Cuando salí de Cuba pude respirar lo que Cuba no tiene hace más de cuarenta años: libertad.


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