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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
Confesiones de un Marielito

Por Gilberto Mariel

Salí de Cuba aquella lúgubre tarde del verano de 1980, en un pequeño yate timoneado por un yuma barbi rojo y, por supuesto, acompañado por la escoria como yo.

A medida que nos alejábamos de las costas del Mariel, miraba compungido las tristes palmas que, como soldaditas despeinadas y esbeltas, habían acudido a mi despedida prometiendo guardar para siempre mis amores, mis aventuras y mis desgracias vividas dentro de la patria que jamás habría de olvidar.

Pero en el horizonte del norte me aguardaban otras promesas desconocidas: un idioma diferente, otras gentes, otras caras, otra vida. Me propuse ser otro y empezar una nueva vida.

Aun así, Cuba con todos mis recuerdos, fueron a observar mi partida y continuaron cabalgando sobre la estela que dejaba el yate, al desplazarse por el Estrecho de La Florida; desbordaron conmigo en Cayo Hueso, me acompañaron en mi soledad del destierro, me sirvieron de experiencia al adaptarme a esta nueva sociedad, acudieron conmigo a la universidad, me ayudaron a ser mejor esposo, me aconsejaron al criar a mis hijos y hoy me acompañan para ir conmigo hasta el final de mis días.

Y al mirar hacia atrás, no me arrepiento de haber sido jinetero de los años 60 cuando engañaba rusas, nigerianas, checoslovacas y búlgaras para obtener camisas Terlenkas y Manhatans, pituzas, mocasines y divisas.

A cambio, ellas recibían sexo del bueno: de mulato cubano, de esos que heredamos la gracia del blanco, la constitución física del negro y la firmeza varonil del árabe.

Así había que vivir en Cuba: jinetear era mi virtud por mi porte y contrabandear era mi otra prerrogativa por el valor que tenía de meterme en cualquier solar y barrio de La Habana donde se reunía toda la tralla.

Comencé muy temprano en esta vida y puedo recordar que todo comenzó cuando una rusa me dijo en el Club Los Andes, que quería que yo fuera su Zafirito (tendría yo unos 16 años de edad).

Habían veces en que no era fácil acostarse con algunas de esas blancas trasparentes y entraditas en edades, pero no puedo decir que en muchas otras ocasiones disfruté extranjeras de divino porte con sensacionales figuras.

Yo no había nacido ni para delincuente ni jinetero, yo había nacido para ser intelectual. De niño me fascinaban las obras ensayistas de Kafaka, Faulkner y otros autores aun más oscuros y complicados. Leía libros que ni los adultos en mi familia entendían. Me imaginaba –y muchas veces soñaba- que tenía un estudio con sendos libreros y un escritorio con una máquina mecanográfica y poblada de papeles y proyectos. Estaba convencido de que yo había nacido para poeta o escritor, me sentía inteligente y talentoso, dibujaba figuras y me podía transportar a lugares remotos con un pincel sobre un lienzo.

Pensaba estudiar literatura cuando terminara el pre universitario, pero el delirio de vestir bien y tener cosas buenas me robaba tiempo. Así me convertí en un parrandero, mujeriego empedernido, con ropas extranjeras, reloj Seiko (que en esos tiempos eran un súper lujo), cadenón, manilla y anillazo con zafiro y asiduo presente del Turquino, La Zorra y el Cuervo, El Cochinito, Bello Monte, Mar Azul, El Quanda’s y cuanto club nocturno tenía toda La Habana.

Había un negro policía que le llamaban “la sombra” que me sacaba del Vedado casi todos los días. En el barrio tenía que moverme entre los callejones y en muchos lugares tenía que cruzar de una calle para otra por las ventanas y los patios de mis amistades para evitar ser visto por la PNR.

Vivía del contrabando, haciendo zapatos, vendiendo carne del cuatrerismo, vendiendo comida, cajas de cervezas y cuanto Fidel parió en su puto sistema de exigüidades y vicisitudes. En 1970 por fin me agarraron y me lanzaron a la leonera del Castillo del Príncipe. Me sacaron a cortar caña y me fugué. Me agarraron en el parque Vidal, centro de Santa Clara. De regreso a la cárcel, me pusieron en el exterior penal y de nuevo a la zafra de 1971 a una granja cerrada, después a hacer vaquerías, trabajando como esclavo hasta 1974.

De nuevo en la calle, a contrabandear y a jinetear. Para 1977 ya no podía andar por El Vedado ni La Habana Vieja; me tiré para los repartos: Pogolotti, Santos Suárez, Los Pinos, San Francisco de Paula, Diezmero, La María Luisa, Jacomino, Juanelo, La Corea, Martín Pérez, Barrio Obrero, La Jata. En 1979 ya no tenía donde mas contrabandear sin ser asediado por los CDR y la PNR.

Me había convertido en un delincuente de mayor calibre; fuí mentadito en La Habana, temido por algunos y odiado por otros: los machetazos que tengo en ambas manos son la prueba de quien era yo. Era una vida que me llevaría a un final trágico en cualquier momento. Mi vida era un torbellino cotidiano, sin descanso; tenía mujeres en San Francisco, Cotorro, Los Pinos, Martin Pérez, Las Cuevitas y Jacomino, así que dormía en unos de esos lugares cada noche. No era fácil proveer cosas a esas mujeres sin tener los billetes.

Hasta un buen día en que decidí unirme a la “escoria,” pero ninguna de esas mujeres me quiso seguir (irse a un país extraño con un 'mulatico' bien parecido y bola de humo no era una opción inteligente en aquel momento).

Llegué solo a EEUU y viví solo como el zorro en el desierto hasta que me comprometí con una mexicana 12 años más joven que yo.

En cuanto aprendí el idioma fuí a trabajar como policía de prisiones (imaginase usted) mientras estudiaba.

Un día obtuve dos maestrías (Business y Legal Analysis); imparto clases de criminología (imagínese usted otra vez) y leyes constitucionales.

Llevo 27 años en EEUU con una reputación intachable, mi esposa e hijos viven orgullosos de mí. El hijo mayor ya casi se gradua de ingeniero, el segundo es policía y la menor está estudiando enfermería en una de las universidades más prestigiosas de St. Louis.

El ámbito de mis amistades son otros intelectuales y personalidades de prestigio, gerentes, diplomáticos y gente importante.

¿Cuándo hubiera yo soñado en Cuba codearme con gente de tal magnitud, a que no fuera para venderles algún contrabando o que se tratara de alguna extranjera, para timarle, a cambio de unos cuantos ‘meneitos’ entre mojitos de posadas habaneras?

Cuando relato mi vida anterior no puedo hacerlo en primera persona, porque no me creen.

Ni siquiera mi esposa podía aceptar cien por ciento quien era yo, hasta que fuimos a Cuba y mis viejas amistades confirmaron muchas cosas que yo le había contado.

Aún hoy, se maravilla en ver al hombre que por 26 años ha estado a su lado, sin faltar a dormir en su lecho, sin coloretes dudosos en la camisa, sin policías buscándolo a la puerta de la casa, sin problemas ni intrigas.

¿Cómo es posible tal transformación?

No es transformación, sino que el hombre sufrió un desvío por las circunstancias político económicas de un sistema que solo ha servido para producir delincuentes, putas, proxenetas, ladrones, contrabandistas y traficantes de vicios y mala vida.

Cuando el hombre se liberó de ese sistema, también se liberó de la mala vida. El agua tomó el cauce que la naturaleza le había deparado desde su nacimiento.

Yo nací para lo que soy hoy, no para quien tuve que ser ayer.

Así que mis más sentidos y humildes respetos para la autora de “Confesiones de una jinetera” pues ella tampoco nació con ese sino.

¿Ya ve UD, dueño y señor de Cuba? Nosotros no nacimos para delincuentes, ni escoria, ni jineteros. Tú nos forzaste a serlo.


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