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| El Veraz. | San Juan, Puerto Rico |
La iglesia y el Castrismo: la paradoja explicable

Por Julio M. Shiling

Mucho se ha escrito sobre la recién visita a Cuba comunista del Cardenal Tarcisio Bertone. Los legítimos demócratas, en su mayoría, han sido críticos. Casi todas las reprobaciones, sin embargo, han apuntado al “Vaticano”, diferenciando la misma de la Iglesia Católica, representada por su liderazgo titular. Esto es un error. Omite grave relevancias que dilucide la genuina explicación para esta aparente incongruencia. Primero, una recapitulación de lo ocurrido y varias aclaratorias seminales.

El pretender desligar al Vaticano de la Santa Sede y la Iglesia es una bofetada a la inteligencia. El Vaticano existe como Estado al servicio de la Iglesia. Su paralelismo no se puede ignorar. Menos cuando, por la delicadeza de no ofender a buenas personas, se elude la responsabilidad de altas figuras que cometen grotescos actos de complicidad inmoral. Adicionalmente, la Iglesia, institución de inspiración divina pero humana, no ha sido monolítica tampoco en cuanto a la ideología socio-política-económica que ha recetado para la humanidad. Particularmente en los últimos cien años. Esto es de una envergadura imponente, cuando se toma en cuenta que algunas de estas propuestas y posturas, pisotean los principios más elementales que el Ser Supremo nos enseño.

El Cardenal Bertone fue a Cuba, no como un sacerdote particular. No lo es. Pero sí es el segundo en mando de la Iglesia Católica. Para ser preciso, la mano derecha del Obispo de Roma, el Papa Benedicto XVI. Fue para “celebrar” el décimo aniversario de la visita de Juan Pablo II a la Isla esclavizada, estadía que aún diez años después, pese a las exaltadas esperanzas de los que aplaudieron dicho viaje, todavía brilla por su ausencia la esperada “apertura al mundo” de Cuba socialista. Lo lamentable de la visita a Cuba del Secretario de Estado de la Santa Sede, no sólo fue lo de “festejar” aquel fracasado viaje que rindió poca cosecha cristiana, sino con quienes fue a “festejar” y a quienes le dio la espalda.

Ante tanta desvergüenza, por donde empezar. “Quiero ahora, con motivo de esta cena”, exclamó el Cardenal, “dirigir un particular saludo a los Representantes del pueblo cubano aquí presentes…” No, no se dirigía el Secretario Bertone a Marta Beatriz Roque, Oscar Elías Biscét o Antunez. Los que compartieron la cena oficial con él y a quien le hablaba, era la cúpula dictatorial cubana. Si pensaron que iba aprovechar la ocasión para al menos regañar a algunos de los responsables de la barbarie, se quedaron pasmados esperando. Más bien sus palabras reflejaron un afán de entrelazar fuerzas con la dictadura. “En este espíritu de concordia”, delineó el asesor principal de Benedicto XVI a la tiranía, “estoy seguro de que pronto se podrá llegar a establecer un instrumento de trabajo que facilitará nuestras relaciones recíprocas”. Y los “votos” y “saludos” al criminal de lesa humanidad, Fidel Castro, eran de esperarse. Su admiración por lo morboso no se detuvo con el asesino en jefe. En nombre de la Santa Sede, le deseó “aciertos” a la nueva junta gobernante, algo llamado “Consejo de Estado” y compuesto por algunos de los más connotados criminales de las Américas. ¿Cómo se puede explicar que la Iglesia Católica, entidad tan centralizada, haya enviado al segundo en su jerarquía, a comulgar con una sangrienta dictadura comunista? La respuesta es fácil.

Perfecto sólo es Dios. Todo lo humano es falible. Así nos los reveló Platón y San Agustín. Pero un día vinieron algunos, que rompiendo con la noción del Pecado Original, promulgaron ideas que excitaron los sentidos de esos que se creyeron capaces de establecer un nuevo orden. Estos pseudos-ilustres (Rousseau, et al), dijeron que el hombre es perfecto y lo malo es su entorno. De ahí ha construir, por medio de la ingeniería social, el “cielo en la tierra”. Todo esto, haciendo caso omiso a lo articulado por San Agustín, un Doctor de la Iglesia, que demarcó claramente la diferenciación de vivir dando la primacía al alma o al cuerpo. De las filas que comenzaron a formarse para impregnar al mundo con estas absurdas nociones, estaban religiosos que sustituyeron lo sobrenatural con lo natural. Y nos han querido convencer, a partir de ahí, de que así pensaba Jesús.

Claro debe quedar que ha habido dirigentes de la Iglesia que vieron venir la obscura tempestad. Pío X fue uno de ellos. “En estos últimos tiempos”, alertó el Pontífice en su encíclica “Pascendi Dominici Gregis” (1907), “ha crecido extrañamente el número de los enemigos de la Cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenos de perfidia se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir de alto a abajo, si les fuera posible, el imperio de Jesucristo”. “Hablamos”…, continua la encíclica, “de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta sacerdotes, a los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por el contrario, hasta la medula de los huesos de venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se jactan, a despecho de todo sentimiento de modestia, como restauradores de la Iglesia”. Análisis profético el de Pío X. Resume la clarividente premisa en una oración, “Traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro…”.

Giuseppe Melchiorre Sarto, el nombre con que nació el Papa Pío X, dos años después en la encíclica “Communium Rerum” arremetió contra los conspiradores anticristos que enarbolaban (en nombre sólo) la fe católica. Los llamó…”Hijos desnaturalizados que pretenden que el cristianismo sólo conserve el nombre…Entre Cristo y Belial (genio del mal) no hay posibilidad de composición o acuerdo”. Oídos sordos ha prestado el actual Sumo Pontífice, igual que su predecesor, a la postura digna que planteó Pío X. Colocación moral y práctica, que genuinamente capta la esencia del ejemplo de Jesús, en sus diferentes enfrentamientos con el mal y sus representantes: no concertar con el no-arrepentido y esencial enemigo (arrepentimiento, recuerden requiere el total abandono de actividades pecaminosas).

Pío X, campeón de la pureza de la fe desligada de añadiduras “modernistas” que con sus nuevas metodologías de análisis, la deformaban transcendentalmente; sospechoso de la politización de la Iglesia y enemigo del socialismo, no fue el único en alertar sobre el peligro venidero. Antes que él lo hicieron los Pontífices, Pío IX y León XIII. Después, su sucesor, Benedicto XV, siguiéndolo Pío XI y Pío XII. Merece destacar, la muy conocida encíclica “Divinis Redemptoris” (1937) de Pío XI, declarando al comunismo “intrínsicamente perverso” y oficialmente prohibiendo la cooperación entre la Iglesia y católicos que se adhirieran a la doctrina marxista, conociendo este la capacidad insidiosa de los movimientos comunistas. También, la exclamación del Papa Pío XII (1956), de que el dialogar con el comunismo no era factible, dada la inexistencia de una misma moral idiomática. Y la reiteración de Pío XI de “que la oposición entre el comunismo y cristianismo es radical” merita asimismo mención. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de los citados dirigentes de la Iglesia Católica, buenos y malos tildaron la balanza a favor de un revisionismo drástico dentro del catolicismo. Las desastrosas repercusiones, hasta este día, el mundo y la Iglesia lo están padeciendo.

El suceso histórico que atinó las posibilidades para que las facciones más radicales del izquierdismo católico se apoderaran de la agenda eclesiástica, fue el Concilio Vaticano II. Esta asamblea ecuménica convocada por el Papa Juan XXIII en 1959 (sólo meses después del fallecimiento del anticomunista Pío XII y su ascensión al liderazgo de la Iglesia) y concluida por Pablo VI, tenía el propósito expreso y abstracto de “modernizar” y “renovar” la Iglesia, su Liturgia, los feligreses, las relaciones y cuestiones “sociales”, etc. Las “reformas” que se adaptaron en esa asamblea y el producto final, donde 2450 obispos entre 1962 y 1965 se congregaron, galvanizó las fuerzas con proclividad a la ingeniería social, que por medio de instrumentos políticos totalitarios e ideologías que en la historia veían retratada una lucha de clases, cristalizaron “soluciones” a “problemas” percibidos.

Algunas anécdotas interesantes del Concilio Vaticano II incluyen la coordinación del Cardenal Tisserant (muy popular en círculos de la izquierda radical) en 1962, de la “asistencia” al Concilio de observadores soviéticos. La reunión en Francia entre el Cardenal y los soviéticos fue llamada por la prensa, el “Pacto de Metz” (confirmado por Monseñor George Roche, secretario por 30 años del Cardenal Tisserant, a Itineraires, No. 285, página 153). A cambio de asistir al Concilio II, los soviéticos exigieron que no se redactara, en la misma, ninguna condena al marxismo. Según la fuente citada y otras, entre ellas la de Monseñor Schitt, obispo de Metz, quien en rueda de prensa confirmó que la URSS obtuvo lo que quiso (Le Lorrain, 9 de febrero, 1963). El hecho de que, entre lo producido por el Concilio II se encontraron críticas al capitalismo y al colonialismo, pero nada referente al comunismo, afianza lo sospechado. Sería interesante anotar que varios intentos para condenar el marxismo, por medio de proclamas, fueron hechas (similar a previas ocasiones) por agrupaciones de obispos. Estos esfuerzos fueron frustrados por la interferencia de las pertinentes comisiones.

Dentro del contexto del Concilio Vaticano II, los años venideros produjo una Iglesia mucho más ocupada con las cuestiones temporales del mundo contemporáneo, que el de su propósito original: enfatizar lo sobrenatural y salvar almas. Los “reformadores”, laicos y clero, abrazaron conceptos de “guerras sociales”, identificando la misma con la religión y todo su fervor. La Revolución Castrocomunista, con su diatriba oficial de igualitarismo, utopismo, anticapitalismo y antinorteamericanismo, dentro de ese entorno histórico, jugo un papel inspirador para esta corriente. La palabra “revolucionario” pasó a ser, para los más extremistas, casi sinónimo con cristiano. En América Latina la aplicación paralela del Concilio II se materializó en Medellín en 1968.

El Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM: asamblea que agrupa a los obispos católicos de América Latina y el Caribe), incorporó la licencia que el ideario del Concilio II le extendió, radicalizada aún más con la añadidura de “Populorum Progressio” (1967), encíclica anticapitalista de Pablo VI. El documento redactado comprometió a la Iglesia latinoamericana a lanzarse a la “acción social” para remediar la miseria, donde ellos consideraban que originaba (naturalmente el sistema capitalista). Tan fundamentalista fue dicha declaración, que hasta formuló la “justificación” para que sacerdotes abrazaran acciones políticas de índole insurreccional contra el orden existente. El brinco de cura a guerrillero, para algunos, fue fácil. Para otros, la permanencia dentro de la Iglesia inculcó una concientización que al aceptar ideológicamente la recetada versión del “compromiso con lo social”, al marxismo se dio por alto su contenido materialista y ateo. El enfoque fue en su percibido “humanismo”. Con responsabilidad y evidencia innegable se puede atestiguar que de ahí se inspiraron (y salieron) algunos de los movimientos terroristas más connotados de América Latina.

Los Bertones de la Iglesia (y el que los autoriza) representan a una facción trasnochada, pero activa y poderosa dentro de la Santa Sede. Vienen de la extirpe que produjo el Concilio Vaticano II, sus apéndices ecuménicos, las encíclicas y las ideas políticas que infundió todo eso. Endorsan recetas económicas, como la llamada “Doctrina Social”, que puesto en ejercicio, sólo profundizaría y proliferaría la miseria material, el clientelismo y con su estatismo predador, debilitaría la sociedad civil a expensas de una élite gobernante. El actual liderazgo de la Iglesia (como el anterior con respecto a Cuba) no se siente muy incómodo con la dictadura cubana. Pienso que ciertos aspectos inherentes del despotismo castrista les deben chocar i.e., falta de libertades civiles, fusilamientos, etc. Pero la incomodidad no se contrapone a lo que admira del castrocomunismo. La letanía oficial la cree (educación, salud, embargo, etc.). No considera a la tiranía su enemigo, ni siquiera adversario. Simplemente disienten. No se oponen. Valoran más como concepto el igualitarismo, aunque sea sólo como capricho metafísico, que la libertad.

Los principios de la “guerra justa” contra el mal de San Agustín, el “tiranicidio” de Santo Tomás de Aquino, la intransigencia de Padre Félix Varela, el desbordamiento por lo sobrenatural y la fe que nos ilustró Santa Teresita del Niño Jesús ¿dónde figuran en la esquema de la Iglesia hoy? Sólo en el léxico de un sermón vació. En la práctica, el revisionismo las desterró. Pero están viva como el Verbo del Santísimo Padre que se enfrentó a la brutal tiranía romana y los hipócritas Sumo Sacerdotes. Las palabras de un arrepentido Pablo VI, años después, declarando que el mal y su “humo” había “entrado en el santuario y… envuelto el altar”, mantienen relevancia hoy, como en 1972 cuando lo dijo. Lo ocurrido en Cuba es un ejemplo de eso.

La Iglesia necesita otro San Francisco de Asís, con una misión similar. En San Damián, una capilla humilde y hermosa, desde un crucifijo bizantino, Jesús por primera vez le habló al joven San Francisco. Le comunicó el Gran Maestro, “Francisco, arregla mi casa”. Ahí se le señaló el camino al Hermano de Asís. Ahora más que nunca, necesitamos otro San Francisco para, nuevamente, arreglar la Santa Iglesia.


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