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| Semanario El Veraz | San Juan, Puerto Rico | |
Cuba, la isla más triste del Mundo. Parte III

Por Lygia Navarro
Escritora. Es becaria de investigación de la Fundación Phillips
.

El éxito de Mirta se debió en parte al temor y A un par de años de su hospitalización, las cosas comenzaron a mejorar. Alejandro consiguió trabajo en una organización no gubernamental cuyos trabajadores compartían sus ideas políticas.

Ya en enero de 1998 se permitió la entrada del papa Juan Pablo II a Cuba, lo que trajo consigo una promesa de transición política. Alejandro estaba convencido de que se acercaba el cambio; en sus discursos y conversaciones con Fidel Castro, el papa presionaba al gobierno a aflojar las restricciones a la religión y a las libertades personales.

Sin embargo, un año más tarde, cuando Alejandro vio que Cuba era exactamente igual que antes de la visita del papa, se las arregló para tomar su meprobamato del mercado negro ya no dos veces a la semana, tal como había hecho por años, sino a diario.

¿Para qué seguir yendo al psiquiatra, dice Alejandro, si no pueden cambiar nada?

«No hay respuestas», exclama, «y estamos atascados quejándonos. Las cosas tienen que cambiar pero los que queremos el cambio no hacemos nada. Y las cosas no cambian». Dado el peligro y la inutilidad de ir contra una dictadura que ha arrasado continuamente con la oposición durante medio siglo, Alejandro no hace mucho por protestar.

Su único intento de activismo fue en el 2002, cuando firmó por el Proyecto Varela, una campaña opositora que proponía una ley con amplias reformas políticas democráticas. La constitución cubana garantiza el derecho a proponer una ley si dicha campaña puede reunir diez mil firmas, y el Proyecto Varela consiguió más de once mil. Una gran hazaña, teniendo en cuenta el riesgo político de los firmantes. Sin embargo, el gobierno respondió ordenando un referéndum para probar que los cubanos realmente apoyaban más socialismo. No democracia.

La semana del referéndum, los padres de Alejandro lo presionaron constantemente para que votara por la línea del gobierno, así que él los eludió llegando tarde a casa. (La policía averiguó en su trabajo luego de que firmó el Proyecto Varela y el gobierno monitoreó a los votantes en las elecciones, lo que significa que incluso abstenerse puede levantar sospechas).

«Si te dan la oportunidad de decir que no, debes decir que no», me dice, despotricando de un primo que votó por el socialismo luego de haberle dicho a Alejandro: «Esto es una mierda. Esto no sirve». Al final, el noventa y nueve por ciento de cubanos votó por el socialismo para siempre.

A las once en punto de una mañana particularmente abrasadora, bebo una taza de café en el departamento de Esteban Insausti, cineasta independiente de treinta y cinco años cuyo rostro de niño se enrojece con el calor. Insausti está obsesionado con la locura en Cuba, un tema casi tan tabú como el del suicidio.

Acabo de ver su polémico documental sobre la salud mental Existen, una película que según Insausti fue calificada como «ácida» y «demasiado dura» por su escuela de arte, que trató de detener su filmación. «Fue para explicar la realidad de Cuba a través del caos que representa la locura, esa locura que también hemos vivido, política y socialmente»

La película se estrenó en el festival anual de cine de La Habana, y terminó ganando el prestigioso premio de un panel internacional, a pesar de que en la premiere varios policías estaban emplazados en el teatro para evitar una revuelta social. Ahora las copias digitales circulan en el mercado underground. Insausti cuenta, mientras suspira en voz alta, que un día se encontró con un vecino y éste le dijo: «Ayer vi lo de los locos en la computadora. Estaba buenísimo».

Insausti me recuerda que la otra cara de la autosedación en Cuba es la costumbre nacional de burlarse de la desgracia. «Damos una imagen burlesca, festiva a casi todo. Eso ha sido bueno en algunos momentos de la realidad de este país. Porque en momentos nos da una capacidad de supervivencia, de asimiliación de lo peor de la vida. Pero también es fatal».

Su película se centra en un hombre con problemas mentales llamado Manolito, quien a cambio de unos pesos canta para los fieles habaneros. Manolito es la versión del siglo XXI del más célebre loco popular de La Habana, el Caballero de París, un viejo barbudo que vagaba por las calles, según cuenta la historia, luego de perder la razón en la cárcel de los años veinte por un crimen que no cometió. De un minuto para otro, Manolito puede ser paranoico o dar discursos callejeros irrefutablemente convincentes arengando a Fidel y al Partido. Cualquier otro sería arrestado por hablar así en público. Pero es obvio que Manolito y los demás locos son una historia divertida y a la vez aleccionadora: en la surreal La Habana, casi cualquiera podría terminar así.

Sin embargo, pocos conocen la verdadera historia de Manolito. Su divorcio de la realidad tuvo lugar a la edad de siete u ocho años, cuando sus padres se marcharon durante el éxodo del Mariel de 1980.

Ése fue un año tumultuoso: los cubanos que querían irse de Cuba eran hostigados y golpeados en las calles, y algunos se suicidaban antes de ser llamados traidores. Fue así que los padres de Manolito se marcharon sin decirle nada, y durante la travesía ambos se ahogaron. «La gente que espera esos autobuses que parecen no llegar nunca ve a Manolito y sabe que tendrá media hora de diversión», dice Insausti. «Me sonrío porque es loco. Todo es risa, todo merece ser burlado, y todo es un buen motivo para un chiste. Esto no puede ser, ¿entiendes? ¿Quiénes son los locos?».

Por la mañana, al salir de mi cuarto alquilado, ya con el calor insoportable a las ocho en punto, me encuentro con una inmensa pila de basura. La rancia combinación de cáscaras de plátano y envolturas de comida está a mitad de la calle, precisamente junto a un basurero vacío. En la vereda medio metro más allá e inclinado contra una corta reja de metal, veo un afiche de Fidel de finales de los ochenta: aún viril en su atuendo militar. Es difícil imaginar que alguna vez fue nuevo: la superficie de la imagen está rayada y desgastada, y los otrora brillantes colores de su rostro y su traje de faena son ahora tonos pasteles de rosado y verde. Recuerdo que el siguiente día será el cumpleaños ochenta y dos de Fidel.

Aquella tarde, me deja plantada un psiquiatra cuya jefa se había escandalizado con la idea de él hablando con una reportera estadounidense. Así que voy a ver al doctor Jorge Manzanal, psiquiatra catedrático con más de treinta años de experiencia y el único cubano entrevistado que estuvo de acuerdo con que utilizara su verdadero nombre. Cuando llego a su casa en El Cerro, refugio colonial suburbano alejado del pestilente Centro Habana, nos sentamos en pesadas sillas de madera dentro de una sala de techo alto.

Manzanal, calvo y de piel clara, se sienta sudando en sus jeans y en un polo gris de mangas cortadas. Las grandes persianas están abiertas a la calle y filtran el constante estampido metálico de autos estadounidenses de los años cincuenta funcionando, casi literalmente, amarrados con algunas que otras sobras de alambre. No tiene mucho tiempo para hablar.

Después de todo, también los médicos deben arreglárselas y él tiene gestiones que hacer para uno de sus negocios ilícitos. Mientras hablamos, noto rápidamente que Manzanal es de esos especímenes infinitamente excepcionales de la Cuba comunista: la idea de persecución le preocupa tan poco que lanza términos sensibles como «régimen totalitario» con tal frecuencia y desparpajo que comienzo a preocuparme por quién podría escucharnos.

Sin embargo, Manzanal es también el típico cubano chauvinista y tiene pocas críticas a la psiquiatría cubana. (La profesión tiene un pasado complicado, con el electroshock aún siendo un tratamiento usual e informes sobre confinamiento forzado tan recientes como de los años noventa, incluyendo un paciente considerado esquizofrénico por «alucinar que era un defensor de los derechos humanos»).

En una conversación que tuve días atrás con otro psiquiatra, jefe de departamento de un gran hospital, él se puso las manos al cuello para mostrar cuán inundado estaba de la epidemia de depresión, una de las diez razones principales por las que los cubanos buscan tratamiento médico y sobre la que no existen estudios, y por consiguiente tampoco estadísticas.

Pero Manzanal me asegura que los cubanos no están más deprimidos que los habitantes del mundo desarrollado.

Manzanal sí admite que casi todos los cubanos quieren irse del país. La verdad es que fue bajo circunstancias análogas –los primeros años luego de que Fidel tomó el poder– que los cubanos se abalanzaron en multitudes a los psiquiatras. Hoy en día, los cubanos simplemente se dan cuenta de que ningún psiquiatra podrá solucionar sus problemas.

Y además de los sedantes, numerosas fuentes (sin incluir a Manzanal) concuerdan en que el alcoholismo es común debido al tabú sobre la debilidad de los hombres que consumen medicamentos psiquiátricos.

Alejandro, por ejemplo, tiene un primo que se volvió alcohólico tras combatir en Angola (y luego simplemente se negó a salir de casa por dos años), un padrino adicto desde hace tiempo al licor casero «chispa tren» y un amigo gay que vivía tan torturado bajo un sistema que solía internar a los homosexuales que llegó a filtrar alcohol de kerosén. «Llegamos a lo mismo», me dijo Alejandro. «Si no hay grandes niveles de suicidio, los hay de alcoholismo, que al final también es suicidio, sólo que a largo plazo».

Pregunto a Manzanal al respecto y se pone impaciente. «No estoy aquí para ayudar a personas que no tienen trastornos mentales», exclama. «Éste no es un pueblo triste. Los cubanos son felices incluso en la miseria».

Con eso, nuestra conversación se termina. Me marcho sintiendo esa sensación surrealista tan común en Cuba: la desorientación que trae escuchar una y otra vez que las cosas simplemente no son como tan claramente parecen.

Cuando le cuento a Mirta sobre mis conversaciones con los psiquiatras, se mece y escucha. Luego se mofa. «Dicen que la depresión existe en todas partes del mundo y eso es cierto. Pero eso no nos hace sentir mejor». Después de todo, Mirta sabe que el estrés es peligroso.

En la víspera del Período Especial, Gilberto tenía tanto éxito como mecánico que decidió junto a Mirta dar a sus hijas la promesa de vida en La Habana. Se mudaron a una zona residencial apartada de la bulla y la mugre del centro de la capital, y Mirta luchó contra la nostalgia. «Comencé a sufrir de depresión cuando dejé mi ciudad. La extrañaba, la anhelaba». Al tiempo se establecieron. Su hija menor fue a la universidad y la mayor comenzó a trabajar, se mudó y tuvo un bebé. Sin embargo, justo cuando nació el nieto de Mirta, cayó la Unión Soviética.

Las provisiones desaparecieron. Todos tuvieron que aguantar frijoles con arroz como almuerzo y cena, y agua azucarada en el desayuno. Mirta estaba desesperada. «Soy una persona muy nerviosa. ¿Qué hice? Cuando había carne, se la daba a mi familia».

Para finales de 1991, estaba perdiendo peso y desmayándose; cuando finalmente fue a ver al médico, fue hospitalizada con polineuropatía, daño neural inflamatorio agudo causado por su debilitado sistema inmunológico debido a la malnutrición y a la falta de vitamina B.

Estuvo dos meses sin poder caminar, me cuenta Mirta agachándose ligeramente en su mecedora para frotar sus manos en los confines carnosos de sus rodillas crónicamente dolorosas.

El gobierno sí le concedió a Mirta abandonar su trabajo y recibir tratamiento gratuito, pero ella no era la única. Una epidemia de la enfermedad arrasó Cuba de 1991 a 1993 y afectó a más de cuarenta y cinco mil personas.

Afortunadamente, Gilberto dejó el trabajo y viajó a su pueblo natal, donde la situación era más sombría pero la comida más barata. «Teníamos muy poco», dice Mirta mientras va a la cocina a preparar algo. «Si tenía un pedacito de carne –un solo pedacito– para darle a mi nieto al día, me sentía afortunada. Para los demás, era una vez a la semana». En ese entonces, el gobierno, tal como ahora, se negaba a admitir errores y echaba toda la culpa al embargo estadounidense. Mirta dice: «No sé qué es peor: la información [que da el gobierno] o la desinformación. Me gusta informarme, pero con la verdad».

En total, Mirta estuvo enferma por tres años. Esto, además de observar el sufrimiento a su alrededor, la sumió en la depresión, por lo que fue a ver a un psicólogo y tomó antidepresivos. Ahora ha ideado su propio tratamiento. El doctor le receta meprobamato ostensiblemente para bajar la presión alta que desarrolló luego de mudarse a Centro Habana hace pocos años. (Éste es un uso común a pesar de que el medicamento no se indica para la hipertensión). Ella lo compra en la farmacia las pocas veces que está en inventario, y cuando no lo está, recurre al mercado negro. «No todos los que están enfermos van al médico», dice. «La gente no quiere ir al psicólogo porque no quiere hablar. Van al psiquiatra porque quieren medicamentos. Para poder dormir».

Mirta deja de cocinar y se sienta en la mesita de la cocina. Voltea hacia la ventana, por donde sólo se ve un pedacito de cielo azul entre las paredes grises de los edificios aledaños. «Te sientes estático por no hacer nada. A veces, siento desesperación», dice, «sobre todo al mediodía». Ésta es la hora, dice Mirta empezando a llorar, cuando más piensa en su pueblo natal, la hora en que los vecinos se reunían a diario antes del almuerzo para tomar café y jugar cartas. Ella? finge llamar a los vecinos como hacían ellos en aquel tiempo, restregándose los ojos con las palmas de las manos en bruscos ademanes.

La mayoría de sus viejos amigos se fueron de Cuba y cada vez que ella va a casa, se siente más y más afligida por la pérdida de su mundo.

«Todo me deprime. Lo que vi, lo que soy y mi pasado».

Sin embargo, no piensa irse. El gobierno le quitaría lo único que tiene: su casa.

La última vez que veo a Mirta antes de abandonar La Habana, le pregunto sobre su futuro.

Ella se mece en la silla, la fricción de la madera en la loseta un parece un metrónomo de estancamiento.

«No veo ningún cambio», dice con amargura. «Hablan y hablan y nadie hace nada. Yo me veo igual que estoy. Siempre igual». Se mece silenciosamente, con el rostro contraído por la tristeza y los labios fruncidos. «Yo me veo sin futuro. Estamos aquí en las manos de Dios».

Un sábado por la noche, me invitan a una fiesta en el Vedado, en el mismo edificio donde un Fidel de treinta y cuatro años gritó a la multitud armada de rifles que la revolución, su revolución, había cambiado a socialista.

Una cuadra más allá, me detengo a comprar cervezas en un quiosco. Dos hombres cantan para los clientes. Uno es joven, de piel oscura y evidentemente ebrio. De pronto me doy cuenta de que el otro es Manolito, con anteojos como de nadador y una chaqueta verde militar hecha en casa con las mangas demasiado cortas, incluso en este calor.

Es obvio que envejeció desde la película de Esteban Insausti y ahora le faltan varios dientes frontales, pero aún parece un niño grande confundido, no un contemporáneo de las docenas de chicos de veinte y treinta años de la fiesta al final de la cuadra. Allí, en una oscurecida cocina, se pasan las pocas latas de cerveza que la gente pudo llevar y beben ron puro en vasos de plástico.

Bailan, salsa y pop estadounidense, cerrando los ojos mientras giran y se menean. El ambiente se calienta en minutos al punto de que no hay aire, sólo vapor asfixiante. La música está demasiado alta para conversar, y entonces beben, y bailan, y ríen, y fingen que no están aquí, que están en cualquier otro lugar del mundo porque ¿esto no es lo que hacen los jóvenes?

A esta hora precisa, los reggaetoneros se sientan en el malecón sin brisa en una repetición de todas las noches de sábado, tratando de evitar la eventualidad de volver a esos sofocantes barrios desperdigados por las lomas en las afueras de la ciudad. En algún lugar de la húmeda negrura, un solo ventilador girando contra el calor agobiante, una joven se rinde al sueño fantaseando con los Estados Unidos y con la balsa de traficante que algún día la llevaría allí o a su acuosa muerte. En los portales de la ciudad, hombres vacían sus botellas de aguardiente casero, vaso por vaso, en pequeñas demostraciones de protesta. En un extremo de Centro Habana, Alejandro imagina lo que podría ser. Al otro extremo, Mirta intenta olvidar. Antes de dormir, cada uno toma una pastilla blanca, con ese poder milagroso de poner la mente en blanco por la noche, con la esperanza de que el viaje sea veloz.


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