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Estampas de Cuba

Maria Argelia VizcainoMaria Argelia Vizcainos

«La caraira, conocida por el rey de las auras, escasea bastante». DR. LEVI MARRERO (Geografía de Cuba)

La Caraira

Dentro de la infinidad de aves que han habitado nuestro país se encuentra la Caraira, también conocida como Aura Blanca, un ejemplar de nuestra fauna que en la actualidad casi es desconocido por la mayoría de los cubanos.

Es su nombre onomatopéyico, debido al sonido que emite con su forma de cantar o cacareo que hace a la hora que se enfrenta a algún otro animal. Según el Diccionario provincial casi razonado de voces y frases cubanas de Esteban Pichardo Tapia es un vocablo de origen taíno, definiéndola como «Ave de rapiña de Cuba, casi del tamaño del aura tiñosa». El aura tiñosa es como una especie del buitre antillano, que en otras regiones americanas le nombran zopilote, zamuro, o gallinazo.

En el famoso libro de Geografía de Cuba del Dr. Leví Marrero señala como nombre científico del aura blanca el de «Polyborus chariway auduboni», con ello no coincide ni Last Frontier Expeditons (http://www.cubatravelexperts.com/cubabirding2.html) que lo tiene como «caracara cheriway», ni Birding the Americas Trip Report & Planning Repository (http://www3.ns.sympatico.ca/maybank/main.htm) que lo tiene como «Caracara plancus».

Esta ave rapaz diurna pertenece a la familia de las falcónidas, orden falconiformes; especie de gavilán (polyborus planco). Según la formidable descripción que hace Félix Guerra para Cuba Ahora de junio del 2003 «tiene patas semejantes a la de las gallinas, delgadas y largas, con garras muy débiles, lo que le permite caminar a sus anchas por el suelo, como cualquier ciudadano terrestre». Este autor nos asegura que la Caraira vivió durante milenios en el archipiélago cubano, «mucho antes de que cualquier ser humano pensara siquiera en pisar tierras de Centroamérica».

Fue conocida por el rey de las auras. El mismo admirado investigador cubano Samuel Feijoo en su libro Mitología Cubana recoge un mito en Santa Clara de la voz de Adalberto Suárez que le da esa categoría al señalar que las auras tiñosas antes de ir a comerse un animal muerto, envían a la caraira para que reconozca al animal, por si está envenenado: «Dicen que la Caraira lo olfatea y lo prueba, y después de hecha esa investigación se retira y le comunica a las auras tiñosas negras el estado del animal muerto y si murió envenenado o no». Es que el aura sólo come carroña, pero la Caraira, además de animales ya fallecidos le da preferencia a animales vivos como ranas, lagartos, ratones, hurones y majaes; por lo que siendo más pequeña que el aura es un ave más fuerte y belicosa sin embargo, al mismo tiempo puede ser tan mansa que permite que el hombre la pueda convertir en un animal doméstico. Por lo que en lo único que se asemejan es en el físico, porque ni en el color de sus plumas, ya que el aura es negra con vetas verdes y la caraira es de plumaje leonado, sin contar que es una depredadora como el gavilán.

Lamentablemente está en peligro de extinción; desde la década de 1950 ya el maestro Leví Marrero nos decía que era muy escasa producto de la destrucción de su habitat. Supuestamente en la actualidad se han visto ocasionalmente en el Oriente cubano; en Isla de Pinos; en Cayo Coco al norte de Camagüey; en lo alto del cielo que cubre el río Máximo; en la Sierra de Cubitas, cerca de los cerros de Limones y Tuabaquey que es la mayor altura del territorio centro-oriental de Cuba. En el siglo XIX era un aguilucho sereno que abundaba en las amplias sabanas del antiguo Puerto Príncipe, quizás por ello se inspirara la prolífica escritora cubana Gertrudiz Gómez de Avellaneda al escribir su leyenda «El aura blanca».

En la misma relata que en los años de su niñez existió un «venerable religioso de la orden de San Francisco, a quien el vulgo llamaba comúnmente Padre Valencia por la circunstancia de saberse había nacido a las orillas del Turia (...) aquel hombre y humilde fraile había llegado a ser la visible providencia de todo el pueblo, donde ningún conflicto, público o privado, dejaba de buscar y de encontrar remedio, o alivio por lo menos, en la inmensa ternura de su caridad cristiana».

Fue este venerado sacerdote quien pidiendo de puerta en puerta una pequeña moneda fundó un hospital de lazarinos en el cual fueron albergados centenares de enfermos convirtiéndose en un centro modelo, hasta que por desdicha el religioso murió coincidiendo con una crisis económica general hasta para los benefactores del lugar, de ahí que se acabaron las limosnas que aplacaran el hambre de los enfermos que estaban languideciendo orando por un milagro. Se vio entonces aparecer en el cielo las indeseadas auras como lúgubre cortejo, y «de repente entre la obscura bandada, una ave desconocida del mismo tamaño y de la misma forma que las auras, pero contrastando con ellas de una manera asombrosa. Blanca cual el cisne, ostentaba en su cabeza, como en sus pies y en su pico, el color esmaltado de la rosa, teniendo, además, en vez de los huraños ojos de la familia a que parecía pertenecer por su figura, los dulces y melancólicos de la paloma torcaz. Sorprendidos los leprosos a vista de tan nueva y súbita aparición, se acercaron a ella llenos de curiosidad, y ¡cosa rara! la tropa de negras auras levantó al punto el vuelo, como espantada; pero el aura blanca, lejos de huir, se dejó coger mansamente, y aún pareció querer acariciar con su suave aleteo, las llagadas manos que la aprisionaban. Al día siguiente corría por Puerto Príncipe el conmovedor relato. Decíase que el alma del padre Valencia, tantas veces invocado en medio de crecientes angustias por sus pobres hijos los lazarinos, había bajado a ellos en forma de un ave extraordinaria a la que todos convenían en llamar aura blanca. La novedad del suceso despertó de tal manera el interés general, que hubo de hacerse la exhibición pública del ave, poniendo precio a la entrada; fue tan grande la afluencia de gente, que en pocos días se recaudó considerable suma, suficiente para subvertir a las urgentes necesidades del hospital de San Lázaro. Pero no quedó en esto. El aura blanca, paseada en una jaula dorada por muchos de los pueblos de la isla, y excitando en todos curiosidad vivísima, los puso en contribución voluntaria a favor del establecimiento, proporcionándole salir al cabo felizmente de todos sus apuros y entrar en un nuevo período de prosperidad y holgura. De este modo, según la vulgar creencia, el caritativo fundador proveyó, aún después de muerto, al sostenimiento de sus acogidos, quienes celebraron en la aparición del aura blanca visible milagro, comprobador de la santidad y eterna bienaventuranza de aquella alma bienhechora».

El sabio naturalista matancero Don Francisco Ximeno la vendió al Instituto Provincial de Matanzas en el año, 1884; desde entonces se conserva en el Museo de Historia Natural de dicho Centro, resultando estériles cuantos intentos se realizaron para llevarla a su lugar de origen. Sin embargo, el Instituto de Camagüey tiene un bellísimo ejemplar de un aura blanca, que según algunos en el orden artístico vale mucho más que el de Matanzas, pero sin el aura que la mistificó


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